Espacio de lectura
Por Marcelo Canda.

TESTIGOS

Una taza de té, apoyada en el marco de la ventana, es espectadora accidental pero obligada de mi último parpadear antes de caer tendido sobre la cama que, sin ningún pudor, conserva el perfume de su piel.
Es una figura tan frágil como sublime, que representa de a ratos el amor más puro, y en otros, un deseo meramente físico.
La cucharita de cerámica que dejé acompañando el recipiente duerme inmóvil a su lado, sin saber que conserva entre sus átomos, el sabor de los labios que probaron una porción de cheesecake con arándanos como preámbulo de una noche distinta.
Intuyo, no obstante, que el despertar no será apacible. La ausencia se hará notar y temo encontrar algunos rastros que me hablen, justamente, de esa impermanencia. Una mancha de maquillaje en la funda de la almohada o un cabello entre las sábanas, se transformarán en signos de cuerpos que dejaron todo en una profunda exhalación y sudaron de pasión en un tiempo fugaz y febril. Y por un instante me aferraré a ellos como único consuelo. Los miraré, los tocaré, los oleré, pretendiendo que al rememorarlos me apacigüen la ansiedad.
Pero eso será mañana, cuando tampoco sabré si enloquecer desde el físico o huir hacia la montaña más alta de mi mente, y establecerme en esa lejanía para no claudicar. Por lo pronto, en mi pequeño presente sólo son reales la taza, la cucharita, la persiana apenas entreabierta y mis ojos mirando los espacios que quedaron vacíos de calor y llenos de recuerdos.
Por momentos, como en un cuento de niños, creo haberme convertido en El Pequeño Príncipe que descubría las cosas trascendentes de la vida sentado en un asteroide. Acaso porque lo necesito. Anhelo descubrirlas.
En otros, salteo las páginas y voy en busca de una Reina a la que encontrar en el sitio más elevado de una inmensa torre, suponiendo lo fácil que sería -conociendo el epílogo- llegar hasta allí, vencer al dragón y ser felices para siempre.
Pero sospecho que algo nubla mi razón y mezclo incansablemente los párrafos y los dibujos de todas las historias que conozco. El zorro y la rosa, con cabellos larguísimos y una belleza sin par. Un cazador que pasa a la carrera para salvar a una niña y su abuela, me advierte que debo encontrar un tesoro para aclarar la situación, pero cientos de piratas comandados por un gigante con un garfio en su brazo, se me adelantan guiándose con un mapa que yo no poseo. Casi pareciera ser inútil creer en las hadas o los duendes.
Sin embargo, puedo presentir que el último escalón del altísimo palacio es el final de mi desvelo. Me lanzo confiado a subir todos los peldaños para encontrar la recompensa. Y aún con los temores de enfrentar fuerzas maléficas como las que habitan cotidianamente mi pensamiento, con arrojo voy en procura de besar el anillo de su Alteza. Un pequeño cervatillo, una suricata y un elefante de grandes orejas me aseguran que habita en la alcoba del piso ochocientos ochenta y ocho, y que la joya está estratégicamente ubicada para que sólo la encuentre quien la merece.
Nadie ha sabido cuántos se embarcaron en la búsqueda ni cuántos la merecieron, pero un gato extrañamente calzado me impulsa a la osadía de subir y me promete su protección, aunque no sé si confiar en su palabra. Mientras demoro en tomar esa decisión, recibo un empujón certero de un pequeño narigón que jura no haber mentido, y me veo ascendiendo, pisando cada uno de los enormes tramos de una escalera tan caracol como me permiten ver mis ojos, aunque no distingo dónde termina.
El trayecto es algo oscuro, pero aun así deja entrever una estructura rocosa, grisácea, de bordes redondeados por los años, y sin barandas. Sólo escalones. En ese segundo lapso onírico, sueño con que llego y beso a Su Majestad, aunque soy incapaz de precisar cómo lo hice o cuánto tardé. No obstante, cuando extiendo mi cuello hacia la preciada alhaja, se esfuma la imagen fantástica. Me quedo durmiendo sin saber en qué lugar me encuentro, teniendo como único horizonte su cabello ondulado -ahora lejano- y su mano ofreciéndose, generosa, a la mía.
El despertar con el trueno de una tormenta cercana me hace saber que he vuelto a la realidad. Y allí mismo encuentro la taza de té, con el resto que ella dejó, con la misma cucharita, en el mismo lugar, inmóviles en la misma ventana. Tan inmóviles como yo, que me esfuerzo por creer que todo sigue igual, mientras compruebo que todo ha cambiado.

Yo también.

MÁS QUE RECUERDOS

Sumergir una galletita de agua en el té azucarado me recuerda invariablemente las meriendas en la casa de mis abuelos maternos, inclusive la taza blanca de la que lo tomaba, y la cantidad de agujeritos que contaba en ese cuadrilátero crocante.
Dos rodajas de pan lacteado con jamón y queso más un licuado de banana con leche, dan algo así como una noche de verano en la que nos quedábamos sin ideas ni ganas de cocinar con mis padres y mis hermanos.
Los años los transformaron en clásicos, como el arrollado primavera de Nochebuena o las pastas del 25 de diciembre al mediodía. Tanto como el aroma a los alcauciles que se empecina en salir de una olla a presión o el vapor de unas manzanas verdes al horno con ese juguito marrón que años después supe de qué era, y me gustó aun más.
Casi todo parece volver idénticamente con el simple hecho de recordarlo o prepararlo nuevamente, a no ser que uno se dé cuenta que lo que ha cambiado es la edad que se tiene.
El estofado con tuco espeso que el nono empezaba a cocinar al fuego más lento posible desde las siete de la mañana cada domingo, o el extenso proceso de limpieza por el que debían pasar todos los caracoles que recolectábamos con mis primos en las húmedas mañanas de Mar de Ajó… La mezcla sagrada de miel y limón a la que en casa llamábamos “el asco” para combatir dolores de garganta, o ese néctar de huevo batido y oporto que tomábamos sólo porque era rico…
Hay sabores que remiten a puntos exactos de nuestra vida más cotidiana y acaso en la nostalgia que le sumamos como ingrediente mágico, resida ese toque exquisito que le descubrimos en el presente. Al revivirlo encontramos cierta calma y creemos que se trata de un lugar seguro al cual podemos volver cuando queramos.
Es comer las facturas empezando por la masa y dejando para el final la parte que tiene el dulce de leche. O preparar una chocolatada y tomarla de a cucharaditas para que dure más…
Probablemente aquellas recetas que añoramos tengan un aroma tan particular que nos permita identificarlas como las de tal o cual, aunque por más intentos que se hagan, no habrá forma de que nos salgan como a ellos.
Así recordamos las milanesas de la abuela Ana o la fainá que sólo preparaba el tío Néstor. También, la forma de condimentar las papas o la de sancochar cebollas para una tortilla que tenían esos familiares -hoy lejanos- que siguen siendo un enigma, porque nunca más volvimos a probar un sabor parecido... La esponjosidad del bizcochuelo casero que esperaba al regreso del colegio primario… La sopa crema de arvejas de mil noches de invierno…
Sabores hechos sensaciones que nos acompañan cada día y que por esas cosas misteriosas permanecen inmunes al paso de los años.
Como los ritos para lo que antes era vermouth y ahora es picada, con el trabajo artesanal del anfitrión para disponer la mesa... O bien, el punto justo que alcanzan las carnes y las achuras que de vez en cuando invita ese insustituible amigo asador.
En todo hay algo característico, quizá secreto, que lo transforma en único. Por eso nos parece inútil pedirles la receta, conocer los ingredientes, aprender la preparación. Porque ya hemos hecho la prueba y nunca salen iguales ni tienen el mismo sabor ni el mismo aroma… como la pastafrola que Alicia prepara en su cocina, muy cerca de una habitación con revestimiento de machimbre.
Sabemos que están ahí, esperando en nuestra memoria para cumplirnos el milagro en alguna ocasión, aunque pretendamos cada tanto darnos una vuelta para tenerlos cerca otra vez, en vanos intentos de imitación.
Algo similar sucede con esas fragancias tan personales que nos quedaron guardadas entre los sentidos y que en determinados momentos parecieran reaparecer.
Alguno de los cinco nos remite a esa casa a la que íbamos de visita con los zapatos de salir, o nos trae como un relámpago el perfume que usaba aquel ser querido que ya no está. Nada se parece siquiera a la fragancia que percibía de la abuela Lili cuando me besaba…
 Un deja vu presuroso nos alcanza una prenda que anhelábamos heredar o nos ubica en las mismas baldosas sobre las que jugábamos a la rayuela o al cartero. Es una recorrida a vuelo de pájaro, planeando en la mente, como los miles de excusas que inventábamos para prolongar el rato de juego, a pesar de haber escuchado varias veces la voz que nos llamaba a cenar.
Es el patio de la niñez con el material resquebrajado en el mismo lugar, es el griterío del recreo en la escuela, es el sobre de figuritas en el kiosco de la esquina esperando encontrar la difícil, es un perro que espera a que volvamos moviendo la cola cada vez más ligero cuanto más cerca estamos…
Son evocaciones, más próximas o más lejanas, con el común denominador del abrazo cálido de los años. Es todo lo que hoy agita el lugar en el que siempre espera la nostalgia.
La vecina de enfrente que nos tiene locamente enamorados y el primer beso a escondidas. La noche que conocimos el sexo, la que conocimos el amor, y la que conocimos el sexo con amor. Como si la conciencia se hiciera frágil en breves lapsos y permitiera que tumultuosamente convivan el pasado y el presente en un mismo latido.
Ese gol de antología en el clásico del barrio... La tarde de lluvia que nos arruinó el picnic y el día de sol en la playa que nos dejó rojos como tomates… La lección que nos dio un hermano menor, y el aprendizaje de acunar en nuestros brazos a la más pequeña de la familia…
Vienen y se van, a veces duran sólo unos segundos, pero siempre tienen la misma característica. Esas añoranzas no se modifican jamás, son traslados en máquinas del tiempo sin que haya una fecha que programar.
Un viaje largamente esperado y una carta humedecida con colonia... El traje de estreno para una fiesta y el delantal almidonado del primer día de clases… El humo que sale de las parrillas y abarca el trayecto de varias cuadras hasta llegar a la cancha…
Todos nos llevan y nos traen desde y hacia esos instantes de vida que tercamente nos negamos a abandonar. Forman parte de nosotros mismos, y se quedarán para toda la eternidad con su marca indeleble.

Es decir, prefiero pensarlo y creerlo así… casi como una necesidad. Aun temiendo que algún día, estos recuerdos se desvanezcan y comiencen a formar parte de otras historias.

EL SOL Y LA LUNA

Una fuente más cercana de lo que creo -con el sonido del agua en movimiento- llena el silencio de una tarde que se va opacando al ritmo de un reloj de arena. Sentado en un viejo banco de plaza, desde el que me gusta convertirme en observador de pequeñeces, advierto que con el transcurrir del tiempo, el sol me va alcanzando de a poco hasta instalarse completamente en mí. Más tarde empieza a correrse hasta que, finalmente, me abandona y me deja como único recuerdo un último fragmento de mi sombra.
En ese comienzo del camino hacia la noche logro ver en un cielo sin nubes, la tenue aparición de la luna. Me recuesto para contemplarla con atención. Poco me importa si está en su fase creciente o menguante porque sé que siempre está llena o nueva, entera, y que su eventual parcialidad sólo es producto de lo que ella quiere que yo vea en cada momento. Más aun, suelo pensar que ese juego caprichoso incluye el hecho de que yo tome el lugar del sol y la ilumine o la desenfoque según la posición y el movimiento, como si fuera un planeta girando o trasladándose, en vez de un satélite.
Y en esta suposición infantil encuentro cierto regocijo al percibir que el Sol y la Luna son Él y Ella, y me dejo llevar por la idea de que son uno para el otro. Que se requieren porque se re-quieren y se ofrecen mutuamente. Que se complementan. Que se funden y se confunden en cada anochecer. Que se ensamblan en cada amanecer. Que uno enciende esa inmensidad oscura y que la otra calma esa máquina proyectora de haces en distintas direcciones.
Un súbito gorjeo desde lo alto de un árbol me distrae lo suficiente como para devolverme a la realidad y caer en la cuenta de la trivialidad a la que me he sometido voluntariamente. Dejando a los astros de lado, subo el cierre de mi campera y me dispongo a levantarme, cuando una pareja se detiene a pocos metros del asiento que ocupo, para besarse. Y lo señalo porque en algunas ocasiones he visto cómo sólo uno de los dos es el que besa, mientras el otro es besado.
 Sin poder disimular que los observo, también los escucho, y el diálogo se filtra en el instante previo a mis elucubraciones. Y ya no me importa saber si es Él o Ella, por lo que sólo me centro en lo que dicen: pocas palabras, pronunciadas con los ojos bien abiertos y fijos en los otros que los miran.
 “Sos un sol” oí con la claridad de una voz segura, amable y acaso condescendiente. “¿Querés ser mi luna?” llegó como toda respuesta, en un tono titubeante que por poco no se quebró.
 Solo atino a simular que sigo tratando de subir el cierre de mi campera para permanecer inadvertido, pero al levantar la vista, segundos después, los vi marcharse sin agregar un mísero monosílabo. Inclusive, casi de inmediato, ambos me quedaron de espaldas, por lo que tampoco pude ver si sus rostros dibujaban alguna respuesta cómplice ante la pregunta.
Volví a reclinarme sobre el respaldo del banquito de madera pintado de verde oscuro, me crucé de brazos y miré al cielo buscando un guiño, una explicación, si es que la había. Pero nada. El breve intercambio de palabras de esos dos seres, tan básico, pueril, de algún modo casi cursi y fuera de toda moda, suponía hoy algo que sólo comprobarán ellos mañana: si el uno estará para el otro, más allá de salidas y ocasos, de luminosidades y tormentas.

Con el ánimo inquieto me incorporé y emprendí mi regreso a ninguna parte, no sin antes patear una piedrita irregular, de color ladrillo, que se detuvo al borde de la fuente. Sólo el sonido del agua en movimiento interrumpía el silencio de la tarde y acompañaba el lento caminar de aquella pareja que se esfumó de la mano, como -se me antoja imaginar- hacen a escondidas el Sol y la Luna.

TROYA

Las historias sobre máquinas del tiempo existen y se cuentan desde el fondo de la eternidad. En el mismo momento en que tomó conciencia de sí, el hombre quiso tener la posibilidad de volver sobre sus pasos y corregir, o repetir y quedarse, y también de dar un vistazo hacia el porvenir para saber qué le tiene reservado el Destino. Así se fabricaron hasta el hartazgo naves que lo llevaran a uno y otro lado de la línea del presente en cuestión de segundos. La literatura y el cine dieron cuenta de ello en innumerables ocasiones. Los mismos científicos con sus agujeros negros y la cuarta dimensión arrojaron a la especie a esa búsqueda infinita, mientras que clarividentes y canalizadores aportaron sus dones para otros descubrimientos.
Todo el mundo sabe que las máquinas del tiempo no existen, pero prefieren creer en ellas; que no se conoce a alguien que haya pasado por los agujeros y vuelto; y que mucho inescrupuloso haya hecho que los verdaderos escrutadores de las sensaciones pierdan credibilidad. Más allá de cualquier disquisición al respecto, cada uno ha experimentado algunos de esos viajes, no tan sólo como meros déjà vu, si no como reales estadías que al cabo de un sueño se olvidan para siempre. Pero que se hacen, se hacen.
Uno de los escasísimos casos que se conocen en nuestra era está directamente relacionado con el proyecto Caballo de Troya que refleja con extrema descripción el escritor y periodista español Juan José Benítez en la saga de nueve tomos homónimos en la que expone los días humanos de Jesús el Nazareno. Lo que quizá no sepa el autor de este best-seller es que su elucubración novelesca tuvo un sinnúmero de rebotes mundiales que provocaron otros paseos temporales, acaso menos reveladores en cuanto a repercusión, pero de fuerte importancia personal para quienes los tuvieron, producto -no comprobado pero posible- del mismo efecto Divino que en ciertas ocasiones se deja ver, como también lo hace en la sonrisa de un bebé, en el llanto de un viudo, en el abrazo de amigas, en el consejo de un padre, en la contención que brinda una madre, o en tantas otras manifestaciones.
  
Un tren que no lleva el apuro de una de sus pasajeras llega por fin a la estación, con demora, y desencadena la traspolación. Y debe haber sufrido un retraso considerable ese convoy porque las agujas del reloj recorrieron en flashbacks poco más de 22 años. Así suele suceder: un mal cálculo, un corte de calles, un pequeño accidente, un descuido, provoca la alteración y, de acuerdo con la circunstancia, se corre la trama actual hacia otra paralela, sin que caigan en la cuenta aquellos que lo vivan.
Los pasos iban raudos hacia el punto de encuentro pactado con su eventual compañía, pero sin que lo advirtiera siguieron hasta otro lugar. La tarde clara y soleada de un otoñal Palermo se transformó en una noche fresca de primavera a pocas cuadras de la plaza Flores. Ella siguió caminando y él siguió esperando porque, como era su costumbre, siempre estaba a horario para las citas, algo que habrá redundado seguramente en que rara vez haya sido trasladado en el tiempo.
Saludo de rigor mediante, y con la timidez propia de los primeros encuentros, ambos se dirigieron a un bar oscuro para hacer lo que mejor hacían por entonces, hablar. No obstante, les costaba trabar diálogo y en ciertos momentos se imponía el silencio.
En medio del ocaso del día y sin que nunca nadie haya podido atestiguar si ese instante se quedó congelado en el tiempo o en definitiva no existió, en una fracción de segundo sintieron lo mismo el uno por el otro, algo que no se atinaría a definir como atracción, intriga o deseo, pero que atravesó la mesa, se coló en los pocillos de café y se estacionó a la espera de una próxima aparición.
La nave invisible del traslado en ocasiones se materializaba en colectivos, y cada uno por su lado se marchó a vivir sus futuros inmediatos. Como era de esperar, aún en esa dimensión bifurcada, se reiteraron los llamados telefónicos y acordaron una nueva cita. Un encuentro fugaz, anticipando el cierre de varias confiterías céntricas, no agregó mucho a esa incipiente clase de amistad que quiere transformarse en algo más, pero no la dejan las circunstancias, las timideces y la inexperiencia propia de la juventud.
Un fin de ciclo se aproximaba para él y como tal se construyeron las acciones que lo enmarcarían para otras épocas. De allí, de un egreso con título, surgió la prueba cabal de que ese viaje existió. Un libro denso, grande, poblado de páginas con letras pequeñas, que mostraba una extraña mezcla de imágenes en su portada con vehículos espaciales, astronautas y el mismísimo Cristo. Punto y seguido para una serie de salidas que no se concretaron y que fueron apagando las tibias brasas apenas enrojecidas que se habían encendido desde la breve pero eficaz dedicatoria en aquel regalo que ella le hizo.
En ese pasado, él se subió a un avión de esperanza y ella siguió navegando sus mares con otros horizontes.

Pero la misma premura de aquellos pasos al bajar del tren presente hizo que en pocos minutos, o en todo caso, en pocas cuadras, las dimensiones recobraran lógica y por un efecto contrario al anterior (en vez de demora en la máquina, apuro en los pies) se generó el acoplamiento de los tiempos, por lo que el pasado volvió a ser pasado, dejando que el presente vuelva a ser presente. 
En los momentos previos al reencuentro los dos creyeron recordar pasajes de aquellas salidas (obra de una celestina moderna, tan frágil como un trapito, y buena como pocas veces se ha visto de este lado de la realidad). Pero no hacían más que el ida y vuelta mental al que fueron sometidos tan solo por un breve lapso. El hecho de que al cabo de tantos años volvieran a verse les saldaba la cuenta del café pendiente, ya frío de soledad, y los instalaba en una línea común de nuevas existencias, a las que habían dado un contenido dispar.
Así se confiaron en intenso diálogo aciertos y errores propios, en un compilado de enumeraciones no muy profundas pero que a cada uno le dejó una somera idea de con quién se habían reencontrado al descender de la cápsula temporal.

Y de nuevo, un pase mágico inadvertido dejó huellas en el camino. La tapa blanda de otro libro mostraba llamas en derredor de un número nueve que se pareció, por un instante, al sentimiento guardado y algo chamuscado por los años. Como de recitado, él repitió la dedicatoria de ella poco más de 22 años después y propuso cubrir el largo periodo de ausencia con nuevos encuentros.
Un cruce de miradas ocasionales precipitó un inédito cóctel de sensaciones, aunque él se haya quedado sin saber si también a ella le pasó algo, al menos similar. Se batieron en su cuerpo y en su alma, como en una Boston shaker, aquel juvenil enamoramiento con el más reciente y atemperado, que suponía una mayor distancia protocolar y acaso idéntica timidez. Aquella temprana admiración intelectual con esta otra -renovada- de resolución existencial. Ese lejano reconocimiento de bondad, con otro igual, pero más cercano. El mismo calor intenso recorriendo todo su ser en ambos puntos temporales, al ver su figura exquisita iluminada por cientos de soles. Un sabor a nostalgia fundido con deseos nuevos. Una esperanza añeja y una fe recuperada. Una duda archivada en la biblioteca y una certeza desempolvada. Un "no" y un "tal vez". Todo junto y a mil revoluciones por segundo.
Pero la coctelera seguía teniendo sus dos partes ensambladas. Ciertamente los ingredientes se movieron bastante al ritmo de un improvisado e inexperto bar tender, adormecido por un par de décadas, pero de ahí no salieron. Difícil determinar si fue decisión o falta de audacia el destapar la poción.

A punto estaba de dilucidarlo cuando el eje de espacio y tiempo pareció estremecerse, como una suerte de sacudón intempestivo que fue y vino como un relámpago. Quizá esa duda nueva se superpuso a la antigua y fue imposible el viaje de retroceso o proyección. O quizá el horizonte de sucesos se hartó de ir y venir, y se haya quedado en el presente, siendo lo único que existe, para que sus minutos, días y meses transcurran sin suposiciones y con el único e inefable aroma a verdad hecha realidad. 
Y ya sólo fue posible una regresión en términos anecdóticos o que removiera una sorpresa ocasional, pero nada de pasados y mucho menos de futuros. En ese punto, cualquiera de los libros se podía abrir en diferentes páginas, aunque en uno prevaleciera esa inconfundible brisa del encierro de las hojas amarillentas, y en el otro el excitante sonido de textos nuevos, sin dobleces ni pliegos y hasta cierta dificultad en separar las hojas engomadas en el lomo.
Este novel punto de intersección, como si se tratara de diagramas de Venn, no significaba más que la certeza del reencuentro, vaya a saberse para qué, pero ya no los desvelaba.

Juan se quedó sin miedo y Morena se replegó con dudas, al escuchar una frase cursi pero que llevaba consigo una entrañable necesidad de correlato, aunque más no fuera sin tiempos. "¿Qué tal si nos decimos lo que no nos hemos dicho, y vemos si pasa lo que no nos ha pasado?". Tanto eco causó entre ellos ese grito de cueva que la pregunta comenzó a repetirse permanentemente, hasta que ambos decidieran tapar sus oídos para escuchar con el corazón; hasta que ambos creyeran que sus ojos se cerrarían al aproximarse, para besar con el alma; hasta que ambos acertaran a no pronunciar palabra, y vivir aquí y ahora el momento para el que fueron hechos, tan parecido a la eternidad que no podría definirse en términos humanos.
Fue así como se introdujeron en sus propios caballos de madera y marcharon a Troya, esa ciudad de la que se  habían escapado, pero que ahora podían conquistar.
Un punto de contacto en espacio y tiempo tan parecido al presente que merecía la mejor batalla, la que se da contra los propios fantasmas internos, los prejuicios y los temores, que nada saben de tiempos.
Una dura pelea contra el poder de las estructuras y el riesgo de tomar nuevos riesgos.

Quizá Troya les haya quedado a un paso… pero aun debían darlo.

IDA Y VUELTA

Alguna vez estudié, saliendo de la adolescencia, el concepto del “torbellino social” que desvelaba a Rousseau, cuando escribió su “Emilio, o de la educación” en 1762, un tratado filosófico sobre la bondad que por naturaleza tiene el hombre, y las diversas alternativas que la vida le ofrece. A su vez, las distintas posiciones que se presentan son cuidadosamente exploradas, desarrollando un pensamiento que por su intensidad se revela como fundamental. Desde entonces tengo la sensación de que aquello que le sucedía al joven protagonista, también valía para un colectivo no tan imaginario, y que a mí me ocurría a cada tanto. Y acaso el paso del tiempo, me haya demostrado luego que el torbellino personal se reproducía cada vez con más frecuencia.
Introspectivo, intranquilo, inquisidor, ese cúmulo de preguntas traducidas en dudas y sus posibles respuestas, se debate en todos los temas. Sólo unos pocos quedan exentos: jamás tuve siquiera un pequeño renuncio sobre el cuadro de fútbol del cual soy hincha, ni respecto de la religión que profeso, aun con las crisis de fe que pueden provocar los goles errados y las miradas esquivas de una institución tan falible y pecadora como cada uno de sus integrantes.
Entiendo que esas batallas internas han de provocarme victorias pírricas, pero victorias al fin, junto con estrepitosas derrotas, también derrotas al fin. Y me lanzo una y otra vez a cuesta de mis incertidumbres y temores, a escudriñar pistas como un improvisado Holmes, que a menudo necesita la ayuda de algún Watson. Inclusive sueño con esos dilemas, y así como me veo en un bosque oscuro, de árboles petrificados con ramas puntiagudas, también me sucede en una larga caminata por la playa, sin norte y al sol, con el agua apenas tocando mis pies descalzos, en un ocaso de colección.
Montando un Pegasus o andando con huellas de arena, pienso y repienso, tal mi esencia estructural, en casi todas las variables y las consecuencias que puede tener la elección de una de ellas, a la que taxativamente llamo decisión. Y como en un juego de ajedrez, avanzo o retrocedo, arriesgo un peón o protejo un alfil, hago ver un caballo pero quedo atento a cualquier enroque que pueda dejar a la torre en una zona peligrosa. Al Rey y a la Reina los reservo para situaciones límite en las que el tablero no admita grises y las piezas deban ser jugadas con seguridad. Es blanco o negro.
 La sentencia está al final del camino, del mar, o del cuadrilátero, pero el juez es siempre el mismo, yo. Guiándome por mis interpretaciones o haciendo lugar a las justificaciones de abogados defensores o acusadores a los que oigo en dosis equitativas, en ocasiones me pierdo en un laberinto de robles oscuros o abetos nevados, en otras me hundo en la superficie blanda de alguna orilla, y en la mayoría ofrezco tablas esperando vanamente escuchar algún martillo, que golpeando su veredicto de jaque mate indique el final de la partida.
Voy creando los fantasmas con los que habré de asustarme y los paladines que me salvarán. Me destruyo y vuelvo a construirme. Y cada vez que caigo, soy consciente de que caeré mil veces más y otras mil me levantaré. Suelo sentirme entre Caín y Abel, y de a ratos me ubico entre el Cielo y el Infierno, intencional y experimentalmente. Voy sin ir y regreso sin cesar. Oscilo. Puedo correr a toda velocidad hacia una meta o detenerme bruscamente. Y en esa búsqueda empecinada, advierto que he dejado un tendal de palabras sin expresar, de pensamientos sin manifestar y de gritos que se ahogaron en la garganta, que al fin me llevaron a transitar de nuevo -como en círculos- los mismos bosques, los mismos mares y los mismos tableros, incontables veces.
Esta es la parte del cuento en la que entra un sabio oriental y ofrece la solución al nudo de la trama para propiciar un buen desenlace. No obstante, no lo hay. En un segundo en el que cabeceo de sueño, aun con la birome en la mano sobre mi libreta de apuntes, un viejo marinero italiano testigo de mis desvaríos, se acerca a la mesa y luego de correr a un costado la tetera de acero (tan inoxidable como él) me explica: “cuando uno se queda a mitad de camino y cree o siente estar tironeado desde dos extremos opuestos, no es la fuerza que hagan de uno y otro lado la que dirá qué o quién se impone, sino el punto al que quiera dirigirse quien se siente reclamado por una u otra opción...

…Esa tracción, que se traduce en el deseo más profundo, es la que finalmente elegirá hacia dónde, de qué modo, o con quién. De lo contrario se corre el riesgo de quedarse siempre en el mismo lugar. Es una verdad de Perogrullo, pero ponerla en práctica es propio de esclarecidos. Y como no puede verse con los ojos cerrados, para ver, hay que despertar…” dicho lo cual se esfumó detrás de una espesa nube de humo que brotaba del medio cigarrillo que escondía en su mano derecha.

MUERO Y VIVO


Muero por tomarte de la mano
Vivo pensando qué sentiré 
Muero por estar más que a tu lado
Vivo soñando cómo lo haré

Muero un poco cada noche sin vos
Vivo esperando tu compañía
Muero estando lejos de tus ojos
Vivo buscando esa alegría

Muero si no acaricio tu rostro
Vivo suponiendo tu suavidad
Muero por escucharte al oído
Vivo por al menos un "quizás"

Muero si se opaca tu sonrisa
Vivo al esperar que sea mía
Muero por abrazar tu cuerpo
Vivo queriendo tal osadía

Muero al comprobar la cama vacía
Vivo deseando que la ocupes
Muero si no huelo tu perfume
Vivo si te aproximas y no huyes

Muero sin vos, poéticamente
Vivo con vos, ideal, idílicamente
Vivo mujer para amarte
Muero mujer por quererte. 

TRES LETRAS

La vida nos sorprende a cada paso, pero tengo para mí que en innumerables situaciones no lo advertimos, y sólo en aquellos casos en que la conmoción es grande, pareciéramos darle crédito.
Es el momento en que lo inesperado sucede: la ocasión se presenta, el llamado llega, la ansiedad se calma, la palabra que se espera finalmente se lee o se escucha. A menudo son cuestiones de apariencia mínima, pero cobran trascendencia por el valor especial que les damos. Y en ese instante se transforman, y nos transforman.
Porque luego de constatar ese cambio ya no seremos los mismos. Algo se produce en el interior del cuerpo y del alma que deja una marca, a veces a fuego y se nota; otras de agua, y habrá que mirar con mayor detenimiento para descubrirla. Como sea, significará algo en la propia vida. Quizás seamos nosotros los que vamos sorprendiéndonos. Y cada tanto logramos eso que buscamos o anhelamos, porque lo provocamos, o porque simplemente sucede. 
La última referencia que tengo de estos sucesos (lo que sucede) o provocaciones (lo que se provoca) es un signo de estos tiempos en los que se escribe rápido, abreviado, con códigos, en mensajes de textos o en las redes sociales. En tres letras que incluyen curiosas licencias idiomáticas, por no decir errores ortográficos, suelen encontrarse expresiones de amor o de odio en la misma dosis.
Viajando en cualquier medio de transporte bastará con prestar una mínima atención para corroborarlo. Alguien escribe apurado una pretendida sentencia en su teléfono y al recibir la respuesta su rostro denota furia: frunce el ceño, sus rasgos se endurecen y resopla un aliento contenido, mientras se vuelve al teclado con la bronca multiplicada. Otro busca un ícono, una imagen que represente su carcajada por un comentario que acaba de leer, mientras sonríe indisimuladamente, por lo que si se viera en ese momento, no le haría falta el dibujito sino más bien su propia foto. Una lágrima que se escapa presurosa por una mejilla enrojecida es testigo de un desengaño, de una ausencia o de una mala noticia. Labios que se muerden pensando si escribir o no lo que callan o quisieran gritar. Y entre las muchas otras que podrían describirse, me quedé con una que protagonizó alguien que parecía sentirse como el único individuo en medio de una habitación.
Escribía y leía sin tomarse de ningún lado, parado, haciendo equilibrio entre las palabras que iban y venían. Algo exagerado en la forma en que bajaba su cabeza hacia el celular, tan compenetrado se le advertía, que supuse que después del diálogo quedaría con un fuerte dolor de cervicales. Movía los ojos de izquierda a derecha, y de arriba hacia abajo, con la misma velocidad con la que deslizaba su dedo sobre la pantalla para releer el texto varias veces. Lo mismo que cuando redactaba: después de sucesivos impulsos sobre el aparato recorría sus dichos y hasta intuyo que corregía palabras por la forma en que reiteraba movimientos y volvía a pulsar.
Sus muecas, casi imperceptibles para él, denotaban una conversación con vaivenes y pareceres diferentes. Transcurridos varios minutos se detuvo, después de haber lanzado un largo párrafo. Procuré no perderlo de vista y seguir su mirada, sus gestos, mientras el cuerpo permanecía quieto, como una columna. Un sonido breve lo alertó sobre un nuevo mensaje y vi que rápidamente estiró sus dedos para saber de quién era, aunque a juzgar por la seguridad con la que lo hizo, lo sospechaba.
Y fue tal como podía haberlo imaginado: levantó ambas cejas a la vez, se le infló el tórax -como respirando profundo para descargar todo el aire que había inspirado- y una mínima sonrisa de satisfacción apareció en su rostro. Ese instante mágico al que me refería, estaba ahí, acababa de suceder o lo habían provocado. Levantó velozmente el índice derecho y acomodó el pulgar izquierdo para iniciar la contestación, pero se frenó. Apretó la boca, y un brazo descendió hacia el costado, mientras el otro sostenía el teléfono a la altura del pecho. Sacó sus ojos de la pantalla y los clavó al frente, a la nada, como si escrutara una pared, blanca, como blanco le quedaba el renglón para redactar.
Salí del libreto respetuoso que me gusta cumplir en estos casos en los que observo y anoto para después contar o narrar. Me puse de pie en medio de un nutrido grupo de gente que se apretujaba cerca del tipo que aún no escribía y conseguí acercarme un poco. Fingí buscar una calle, haciendo como que miraba por la ventana, y con un movimiento torpe pero necesario logré ubicarme casi al lado de él, apenas unos centímetros por detrás. Sabía que no estaba bien lo que pretendía hacer, pero la curiosidad me venció en cuestión de segundos y miré.
Alcancé a ver una última línea, escrita con mayúsculas y sin espacios, con tres letras que conformaban lo que se asemejaba a la sigla de alguna empresa. “TKM”. Y como aquel que se da cuenta de que le están leyendo el diario, el tipo corrió un poco su celular al tiempo que me indagó con los ojos fijos. Solo atiné a disculparme como si lo hubiera empujado, pero no me creyó. Y tuve suerte, porque si no, el relato terminaría aquí mismo. Una voz dubitativa buscó complicidad para su propio descargo: “Qué complicado…” sostuvo el hombre, que rondaría los 38 ó 40 años, haciendo de cuenta que sabíamos de qué hablábamos. Sin embargo, no fui más allá e intenté recuperar el sitio exterior que tenía respecto de su experiencia. Solo agregué tímidamente: “¿por?”.
Porque sí…” enfatizó, para continuar en voz no muy alta pero lo suficiente como para que lo escuchara en medio del murmullo generalizado. “Porque hay veces que una frase o una palabra tiene un sentido para uno que no lo tiene para el que la dice o la escribe… sobre todo cuando es abreviado, casi como no dicho… y sin tonos ni inflexiones de voz, sin gestos, sin miradas, sin emoción…” y al mismo tiempo me acercó el celular para que viera lo que yo ya había visto, pero que también me sirvió para comprobar que el diálogo era efectivamente largo.
Sonreí cortésmente y le confirmé lo que él ya había leído varias veces, creyendo comprender el código de ese texto. “Te quiere mucho” alcancé a expresarle mientras con un ademán pretendí darle pie para que se jactara de ese halago. Pero el tipo se despachó con un “qué sé yo si me quiere… por ahí sí, pero dicho así es como si no estuviera completo”. No obstante, le contesté con tono seguro y tranquilizador, que esas “eran formas de mensajear” como si el verbo existiese y acaso para darle crédito a un contenido que yo desconocía.
Entre tanto, trataba de elaborar en mi mente otros tercetos de letras que fueran similares y así se me ocurrieron: TEM, te extraño mucho; AKV, amor quiero verte; PEM, perdoname estuve mal; MHB, me haces bien (en apológica sintonía con Drexler) …O, en otros sentidos -y tal como se acostumbra- LPM, la puta madre, HDP, hijo de puta, APS, adiós para siempre, y tantas otras variables.
Y debo haber tardado más de la cuenta con mis elucubraciones porque al volverme hacia él, vi que escribía nuevamente, y que lo hacía con ritmo seguro, por lo que presumí -porque no quería interrumpirlo- que tenía el íntimo deseo de que la sigla se completase con palabras.
Terminó. Pulsó “enviar” y me miró de nuevo: “Si tiene que ser, será… ¡suerte!” y se bajó en la esquina, atrás de una señora que había tocado el timbre, guardando el teléfono en el bolsillo de su campera sin que yo pudiera ver la respuesta. “Chau, ¡suerte!” le devolví el saludo y el augurio, y si hubiera tenido su número le habría mandado enseguida DKF… “dejalo que fluya”, como tantas veces me han recomendado a mí.

Me tomé del pasamanos (…antes de llegar, como en la canción) mientras recordaba las veces que no decimos lo que sentimos, cabal y explícitamente, y nos manifestamos de forma escueta, como en telegramas o con abreviaturas, sin el valor de completar una frase con todas las letras, con todas las palabras. Y ya bajando me quedé con la idea de que acaso esto nos suceda a veces por decisión, otras por cobardía, o bien por cuidarnos de que alguien lo malinterprete y salga lastimado.


KLP... (¡¡Qué lo parió!!)

TODO EL TIEMPO

Agobiados como estamos casi siempre por los quehaceres cotidianos, cada vez que una pausa se impone en nuestras vidas y podemos hacer lo que nos place realmente, recuperamos cierto aliento de paz espiritual.
Ese pensamiento nos pone a reflexionar lo felices que seríamos si tuviéramos muchos de esos momentos para compartir charlas sin tener que irnos, hacer visitas que duren bastante más que las de un médico, o participar de fiestas sin mirar el reloj.

Con un pretendido tono de sabihondo pero no suicida, un prohombre del barrio de Constitución, acodado en el viejo mostrador de estaño y madera de un barcito sucio y poco frecuentado, sostiene que ese tiempo existe y sólo hay que esperarlo.

- Paradójico… (Le señaló su interlocutor, no menos conspicuo aunque sin rastros de soberbia). Esperar el tiempo de tener tiempo, suena raro…
- Y lo es, pero en esto se nos va buena parte del tiempo. En ese querer hacernos tiempo para tal o cual acción, mientras vamos haciendo todas esas tareas que nos permitan tener horas disponibles. Vamos ocupando el tiempo y nos quedamos sin tiempo… ¿Entiende?
- Algo… y ¿cuánto puede llevarnos hacer nada? - inquirió el hombre que encendía a escondidas un nuevo cigarrillo mientras apuraba la extinción del fósforo.
- Una eternidad… Podríamos estar haciendo nada todo el tiempo, pero quizá nos atacaría la idea de estar perdiéndolo…
- Y está claro que para perder algo primero hay que tenerlo… entonces, ¿cómo perdería un tiempo que no tengo?
- Fácil. Pensando que en realidad sí lo tiene. Esto comprobaría la lejana teoría de entender el tiempo como una ilusión, no más que una construcción meramente humana a la que le gusta (y hasta parece necesitar) tener todo medido, controlado.
- Créame amigo que hago el esfuerzo de seguir su razonamiento pero en un punto me detengo… Y no es que quiera perder el tiempo, pero ¿no sería muy aburrido estar haciendo nada, esperando el tiempo de tener tiempo?

El más flaco de los dos (aunque de por sí ambos eran bastante delgados) siguió atentamente el razonamiento del que tenía un delantalito que alguna vez fue blanco, levantó el codo del mostrador sólo lo necesario para saborear la medida de coñac que volvía a preceder su alocución. Acomodó su saco, algo brilloso por el uso, con un golpecito de sus manos tomándose las solapas, y fue a la respuesta sin rodeos con la seguridad de los que saben algo secreto.

- Ese es otro verso que nos quieren hacer creer los tipos que manejan los tiempos de todos, a los que imagino en grandes oficinas llenas de relojes de todo tipo y tamaño. Apuestan fuerte a que pensemos que tenemos que estar haciendo algo, no importa qué, pero algo… trabajar, mirar televisión, ir de compras, divertirnos… lo que fuera, pero siempre con alguna medida y teniendo como propósito la ocupación de ese tiempo que ellos nos asignaron. Es como si nos alertaran que “si no lo hacés así, te aburrís”, si no hacés esto o lo otro, nada tiene sentido.

Y tras un gesto para que el otro respondiera si había comprendido -como en el oficio mudo- puso el vasito nuevamente cerca de la botella de vidrio marrón, una señal inequívoca para que el mozo sirviera otra vuelta. Casi como un monstruo de dos cabezas, o similar quizá al extraño caso del Dr. Jeckill y Mr. Hyde, transformándose en ocasional abogado del diablo para rebatir todo argumento, pensó unos segundos la respuesta (es decir, se tomó su tiempo) y sostuvo, como buscando aceptación:

- La forma de obtener tiempo para mí, es hacer nada y esperar… y no hay tedio posible en esa inacción que se enfrenta al hacer, hacer y hacer en procura de más tiempos… (Respiró brevemente, apuró el último sorbo de su copa, e inquirió). Entonces ¿qué hicimos en estos minutos…? ¿Algo… nada… esperar... hablar…?
- Mi estimado… hemos hecho lo que pocos se atreven. Detenernos a pensar. Usamos el tiempo, y no dejamos que el tiempo nos use a nosotros. Bien podría yo estar equivocado en lo que dije. O acaso tenga absoluta razón. Lo mismo que si pusiera a la felicidad en valor potencial y esperara que tal o cual cosa sucediera (inclusive tener tiempo) para ser feliz… Nada de eso existe más que en nuestra mente, pero estamos tan apurados por alcanzar esas zanahorias alucinadas que seguimos sin ver.

Con ideas yendo y viniendo -algunas inclusive a contramano- el ocasional compinche de tertulia clavó la mirada en un cuadrito de Gardel que estaba en la vitrina. Bebió lo que quedaba en su vaso, pasó por detrás del mostrador y corrió un banquito de madera no muy confiable pero lo suficientemente alto como para lograr su propósito. Se subió, sacó un viejo reloj con números romanos dorados sobre un fondo amarillento, y en su lugar colocó la foto del Zorzal. Concluido ese breve acto reflejo producto de la conversación que lo había tocado, se volvió hacia el flaco erudito en el tiempo para ver si entendía su reacción, su mensaje. Pero se encontró solo.

Sin otra compañía que su pensamiento, retomó la función de mozo y dejó la de dueño por un instante. Fue hasta la punta del mostrador, recogió la copita vacía, levantó un par de billetes sin contarlos y se dirigió hasta la puerta. Después de mirar a derecha, a izquierda, al frente, y a la nada misma, volvió a entrar con las manos en los bolsillos, suponiendo que -acaso- el sabio se había ido apurado.

BIENVENIDA

Condenada como pocas a un suplicio tan eterno como singular, Casandra tuvo una posibilidad de redención que Apolo nunca supo.


Vale recordar aquí y ahora, lo más lejos posible del cielo de los dioses griegos, que la bellísima mujer (para evitar a esta altura decirle diosa) pactó con el galán olímpico, tener el don de la adivinación a cambio de un encuentro carnal. Y que puesto que no correspondió a su amor como habían acordado, el hijo de Zeus la castigó. Cebado como estaba (por apremiado y por caliente como primer mate) Apolo había concedido ese talento a Casandra. Él la imaginaba como esposa (por mujer y por encadenada) pero al ver que no honraba el trato, en la versión que más dura me parece, él escupió en la boca de ella una maldición para que nadie creyera en sus predicciones, más allá de que se cumplieran con absoluta religiosidad… o paganidad. Así creo que se la pasó Casandra, de constelación en constelación, visitando de corrido el zodíaco de su existencia, intuyendo, alertando y acertando (inclusive la caída de Troya, cuyos reyes eran sus padres) sin que alguna vez dieran por ciertos sus anuncios.

Me place pensar que Casandra se aferró entonces a la ilusión de encontrar un amor sin condicionamientos de toma y daca a la manera de Apolo, y por eso ya me aparto de cualquier Olimpo y la veo terrenal. Pero también la veo igual a muchas, aunque ella tiene un toque que la distingue entre las demás. Así tuvo y estuvo con otros hombres de los cuales se enamoró. Sin embargo, a poco o a mucho de sostener (dicho esto en sentido literal) esa relación, se le aparecía en sueños o despierta, el vaticinio de que a corto plazo se terminaría. Acudía entonces a sus amados para contarles los detalles que ella había visto que romperían el idilio, para tratar de subsanarlos. Pero otra vez la rueda del fracaso pegaba un giro, el mismo giro de cada vez, y ellos no le creían, huían, y se rompía la pareja. La maldita insistió hasta cansarse de ser maldita, y al cerrar su ciclo con un poderoso caballero -ostensiblemente de otros reinos- al que llamaban Nàvi L’elbirret decidió (otra vez literalmente) que ya no sufriría de ese modo, y menos por amor. Harta Casandra de remitirse a escondites de muros altos y corazones fríos, guardó silencio durante un largo tiempo de introspección, hasta que vió que podía hablar y salir.

Habló y salió. Desde entonces su mirada fue nueva, su ser pareció rejuvenecido y su ánimo la impulsó a búsquedas osadas que ocuparon su tiempo rápidamente con Casandras y Apolos similares, de otros nombres, pero de condenas parecidas. Hasta que una tarde descubrió cómo romper el hechizo. Se miró en un espejo transparente (que luego supo eran sus ojos), se acomodó una vez más su rizada cabellera de miel oscura, masajeó suavemente el contorno de sus ojos y no hizo falta darles color a sus labios finos, vivos. La palidez marchita de antes se transformó en tez de trigo dorado por el sol y el cuerpo empezó a lucir empecinadamente una y otra vez sus curvas imperfectas, hermosas. Un soplo de brisa mediterránea la cubrió por completo, como una lluvia de julio que termina en agosto.

Y Casandra, que se había desvelado por pensar cómo generar una oportunidad de encuentro con alguien al que hubiera elegido, finalmente se convenció de que no era ella quien tenía que buscar, sino la que necesariamente debía dejarse encontrar. Es decir, que sucediera a la inversa de siempre, porque de ese modo sería una forma de dejarse querer, y aceptar que alguien más allá de su mirada pudiera acompañar su latir acompasado, salpicado aún por la antigua ira apolínea.

Consideré que a ella, como a cualquier Casandra, estar en esa otra vereda la eximiría definitivamente de seguir con sus presagios, puesto que ya no se expondría al desamor, y por el contrario, tendría la certeza de haber sido elegida. Y me aventuré a conceder que de esa forma, Casandra había alcanzado la posibilidad de redención de la que Apolo nunca supo. Así se rompería por fin el malvado conjuro, y esta hermanastra de Troilo (el griego, que no el Pichuco) no tardaría en ser justipreciada por un varón sin tango, que al tomar su mano, sujetar su cintura y besarla, asegurara su salvación.


Pero con las Casandras nunca se sabe, y es probable que en el futuro elija volver a correr riesgos y a reinventar sus roles protagónicos para nuevas obras, con finales únicos e insondables, como ellas.

AMOR Y FÚTBOL

Las máximas futboleras, por lo general, son llevadas a la vida cotidiana con cierta rigurosidad, casi lo mismo que los saberes populares trasladados a las tribunas y las plateas. Sobre todo, en épocas previas a un Mundial, por supuesto durante la disputa, o aún largo tiempo después, ya que todos los aficionados -los habituales y los ocasionales- opinan del gran espectáculo que cada cuatro años, dura un mes.
Ya que, de tácticas, reglas, puntos y otras yerbas hablan los expertos, me detendré en dos aspectos muy trillados en las extensas transmisiones deportivas, pero poco visualizados como parte del fenómeno amoroso que rodea a toda circunstancia de la vida (y el fóbal no queda exento).
Claro está, es conjetura más que aventurada de un tipo soñador al que le gusta tirar paredes con pelota al pie, tanto adentro cuanto afuera de la cancha... con suerte dispar. Me refiero a la intuición de unos y la confianza de otros, que sumados dan 22. 
Así veo en el rectángulo verde la intuición del arquero frente al ejecutor de un penal, y la intuición del marcador central en un corner con la redonda al aire para pegar el salto. La intuición de los laterales para proyectarse al ataque, o la intuición del cinco, que desde el círculo central observa al diez de los contrarios para controlarlo. La intuición de los volantes para recorrer bandas vacías de toda humanidad, y la intuición de algún wing en franca extinción, para desbordar y tirarle un centro al nueve cuya intuición lo hará perfilarse para el gol.
Es que concibo a la intuición como el arte de leer o advertir lo que piensa o deja de pensar el otro, casi como espiar la solución de una adivinanza en esa palabra que está dada vuelta al pie de página. Es que acaso intuir no sea más que “percibir íntima e instantáneamente una idea o verdad, tal como si se la tuviera a la vista”, según reza imperturbable la Real Academia. Sin embargo, filosa y lustrosa, la rectora de nuestra lengua propone una mínima diferencia cuando de intuición se trata, para definirla como la “facultad de comprender las cosas sin necesidad de razonamiento”, y más aún en lenguaje coloquial, “presentimiento”.
Y ahí dejo a los muchachos de camisetas transpiradas (como le gusta decir al maestro Juan Sasturain) para saltar el alambrado a la inversa y meterme en las entrañas de unos cuantos que quieren intuir si la mina de la que están enamorados les va a dar “pelota”. O en las del oficinista que grita desaforado en la tribuna con la pilcha de domingo, aunque intuye que el lunes está cada vez más cerca. Ni hablar del que intuye que al llegar a la casa tendrá que explicar otra vez por qué prefirió 90 minutos de pasión, a cualquier otra actividad. También de la que intuye que ese partido va al muere y la vuelta será con cara larga, o la que intuye que nadie le creerá al otro día en la facultad que esté ronca por gritarle al línea un orsai que no fue. 
Intuyo que habrá miles de intuiciones más en cada grada, en cada butaca de plástico, que en algún momento del partido se mezclarán con los quehaceres diarios. ¡Bah! Tengo la confianza de que así sea.
Y voy por la segunda, entonces, de estas disquisiciones antojadizas sobre players novatos y consagrados. Porque supongo que a cada intuición le corresponde una confianza. La del ejecutor del penal, que mira dónde colocar su remate y tiene la plena confianza de que será gol. La del atacante que se sabe marcado para el tiro de esquina, pero tiene la confianza de que su anticipo al primer palo dejará desairado el salto del otro. La del carrilero (como les gusta llamarlos hoy) para aprovechar el hueco que dejó el defensor que se fue de excursión más allá de la mitad del campo de juego. La confianza del armador que sabe que puede burlar la marca pegajosa con un par de toques o hasta permitirse un caño para que al stopper se le pongan rojas las mejillas y las rodillas. La confianza del ocho para buscar un pase al vacío que lo deje por fin solo con el uno, o la del último hombre que se sabe bastión final y no está dispuesto a entregar el empate sobre la hora. Más, la extrema confianza del arquero en que esa tarde la pelota se quedará siempre en sus manos y no llegará nunca a anidar en la red. Es la confianza que también explica la entidad del lenguaje que brilla y da esplendor al definirla como “esperanza firme que se tiene de alguien o algo. Seguridad que alguien tiene en sí mismo. Ánimo, aliento, vigor para obrar.” 
Es así la confianza que siente ese enamorado de que finalmente le dirán que sí. Es la confianza del oficinista en que ese lunes será el de su ascenso. Y también la del pasional futbolero en que, como cada semana, le creerán y consentirán su predilección por un once contra once. La confianza de la que hoy está amargada por un resultado adverso, pero pone la mente en el próximo cotejo segura de que será con desquite. Y la confianza de la joven disfónica en que -al fin y al cabo- después de ver la repetición en la tele, su furia le dará la razón y comprobará que el tipo estaba adelantado. ¡Bah! Intuyo que ellos han tenido esa sensación.
Y acá es donde se me entrelazan las palabras, el fútbol, el amor, y me hago una ensalada que no logro intuir dónde termina, por más confianza que me tenga. Porque en más de una previa y en más de una charla se ha dicho que hay que confiar en la intuición. O lo que es lo mismo, en forma personal, “confiá más en tu intuición”. ¿Cómo diablos (y no rojos) le pongo fichas de seguridad a algo que es puro presentimiento? O al revés, ¿cómo hago para que ese pensamiento que tengo por cierto me dé la confianza de que esa suposición finalmente quedará cumplida?
El amor es el pan nuestro de cada día. Así en la tierra como en el cielo. Es decir, en la cancha como en la vida, en el corazón como en el alma. Vale para el futbolista y para el tribunero, que en definitiva son lo mismo, sólo que protagonizando distintos papeles cuando se trata de personas con sentimientos. O sea, seres que sienten placer infinito en un gol de oro que gane la Copa, o en ese otro instante de muerte súbita en el que el cuerpo se entrega temblando a otros brazos, como en un racimo de sudores y puños apretados, en tensas extremidades sedientas de calma después de tanto calor.

Ahora ya no distingo entre intuiciones y confianzas. Me toma por asalto un partido eterno que está a punto de volver a iniciarse y se recicla. Con un atisbo de decisión tomo la esfera de cuero, con un chichón en un costado y restos de grasa que le pasé ayer, para ponerla en el medio, en ese punto blanco que mira de reojo a un círculo que le resulta mayor. Escucho cual canto de aliento, una vez más, la vieja sentencia que me impulsa por precavido: “confiá más en tu intuición”. Y me lanzo al abismo con toda confianza… ¡Bah! qué se yo, es una intuición.

RETRATO DE UN INSTANTE

“Descubrí un instante… tan efímero como cualquier instante… tan imborrable como aquello que llega a lo más profundo del ser y está destinado a quedarse…”

Creo que ocurre pocas veces en la vida. Ese momento preciso, inigualable, incomparable, en el que algo sucede y se nos revela. Y acaso sea así afortunadamente, puesto que eso, y sólo eso, lo hace aún más inconfundible y único.
Se advierte que hay varias palabras con el prefijo in, lo que inevitablemente indica que algo no es de algún modo. Y tan indescriptible pareciera ser ese momento, tan inédito, que debo recurrir a numerosos in para ensayar una definición, al menos por lo que no es, por lo inefable. Pero está claro que existió, e intentaré describirlo por lo que es, o fue.
Lo considero una revelación. Sí, una revelación en términos de destapar o descubrir lo que estaba oculto, e inclusive en clave de pasar -como en la fotografía- del negativo al positivo. Si me detuviera en esa fracción de segundo tendría una imagen, y podría quedarme conforme con haber vuelto al punto de partida, a ese instante que quedó impreso o grabado, primero en mi retina, y en mi mente después.
Sin embargo, no pude racionalizarlo porque ni bien lo pensé, me abandonó y se marchó al impreciso límite entre el alma y el espíritu, sin saber qué puerta golpear. Y allí decidió quedarse, en tanto no lo desplace algún otro instante.
Bastó con que la mano derecha de ella rozara el suave pelo lacio que se extendía algo más allá de los hombros. Los dedos apenas entreabiertos lo dejaron caer sin destino aparente, sólo para apartarlo del rostro blanco y luminoso, algo ruborizado y de gesto casi siempre sobrio. Una onda generosa de esa cabellera voló hacia un cielo nocturno infinito que se recortaba entre estrellas justo por detrás, dibujándole un mundo de dulzura sobre las mejillas.
Los ojos oscuros de pronto se encendieron y las cejas se arquearon sugestivas para darle composición pictórica. Creí ver todo en ese instante en el que las pestañas enmarcaron la mirada cautivante, tan segura como provocativa, tan profunda y libre a la vez.
Es breve el espacio que ocupa la nariz inmediatamente después, y un mar de aguas mansas los labios que no necesitan más color que su naturalidad. Esa figura se dibujó en el aire en ese singular momento. Fue como pararse delante de La Maja o La Gioconda y quedar extasiado ante esa imperfecta e imponente belleza.
Y ya no fue necesario reparar en toda la armonía que le seguía a esa suerte de efigie vestida siempre de gala. Ni el cuello fino, ni los hombros torneados, ni el torso delgado, ni las sinuosidades que desembocan felizmente en las piernas casi desnudas.
Ni los brazos ni las manos, que a la distancia son caricias invisibles. Sólo permanece ese instante que las agujas de ningún reloj podrán medir. Sólo su perfil romántico, sorpresivo y sorprendente.
Todo invitaba en ese mínimo segundo de aliento entrecortado, a tomar suavemente el pequeño mentón para acercarse ardientemente a esa pintura de exposición secreta, de modo de quedar a milímetros del deseo. Pero hubiese sido como ubicarse delante de una obra de arte sin poder observarla en toda su dimensión.
Fue entonces que descubrí ese instante, tan efímero como cualquier otro, tan imborrable como aquello que llega a lo más profundo del ser y está destinado a quedarse.

Y ya nada ni nadie pudo ni podrá arrebatármelo. Me quedé para siempre con ese Revello de Toro sin museo, sin réplicas, sólo con la curiosa firma de una modelo que se convirtió en su propia pintura.