Espacio de lectura
Por Marcelo Canda.

AMOR Y FÚTBOL

Las máximas futboleras, por lo general, son llevadas a la vida cotidiana con cierta rigurosidad, casi lo mismo que los saberes populares trasladados a las tribunas y las plateas. Sobre todo, en épocas previas a un Mundial, por supuesto durante la disputa, o aún largo tiempo después, ya que todos los aficionados -los habituales y los ocasionales- opinan del gran espectáculo que cada cuatro años, dura un mes.
Ya que, de tácticas, reglas, puntos y otras yerbas hablan los expertos, me detendré en dos aspectos muy trillados en las extensas transmisiones deportivas, pero poco visualizados como parte del fenómeno amoroso que rodea a toda circunstancia de la vida (y el fóbal no queda exento).
Claro está, es conjetura más que aventurada de un tipo soñador al que le gusta tirar paredes con pelota al pie, tanto adentro cuanto afuera de la cancha... con suerte dispar. Me refiero a la intuición de unos y la confianza de otros, que sumados dan 22. 
Así veo en el rectángulo verde la intuición del arquero frente al ejecutor de un penal, y la intuición del marcador central en un corner con la redonda al aire para pegar el salto. La intuición de los laterales para proyectarse al ataque, o la intuición del cinco, que desde el círculo central observa al diez de los contrarios para controlarlo. La intuición de los volantes para recorrer bandas vacías de toda humanidad, y la intuición de algún wing en franca extinción, para desbordar y tirarle un centro al nueve cuya intuición lo hará perfilarse para el gol.
Es que concibo a la intuición como el arte de leer o advertir lo que piensa o deja de pensar el otro, casi como espiar la solución de una adivinanza en esa palabra que está dada vuelta al pie de página. Es que acaso intuir no sea más que “percibir íntima e instantáneamente una idea o verdad, tal como si se la tuviera a la vista”, según reza imperturbable la Real Academia. Sin embargo, filosa y lustrosa, la rectora de nuestra lengua propone una mínima diferencia cuando de intuición se trata, para definirla como la “facultad de comprender las cosas sin necesidad de razonamiento”, y más aún en lenguaje coloquial, “presentimiento”.
Y ahí dejo a los muchachos de camisetas transpiradas (como le gusta decir al maestro Juan Sasturain) para saltar el alambrado a la inversa y meterme en las entrañas de unos cuantos que quieren intuir si la mina de la que están enamorados les va a dar “pelota”. O en las del oficinista que grita desaforado en la tribuna con la pilcha de domingo, aunque intuye que el lunes está cada vez más cerca. Ni hablar del que intuye que al llegar a la casa tendrá que explicar otra vez por qué prefirió 90 minutos de pasión, a cualquier otra actividad. También de la que intuye que ese partido va al muere y la vuelta será con cara larga, o la que intuye que nadie le creerá al otro día en la facultad que esté ronca por gritarle al línea un orsai que no fue. 
Intuyo que habrá miles de intuiciones más en cada grada, en cada butaca de plástico, que en algún momento del partido se mezclarán con los quehaceres diarios. ¡Bah! Tengo la confianza de que así sea.
Y voy por la segunda, entonces, de estas disquisiciones antojadizas sobre players novatos y consagrados. Porque supongo que a cada intuición le corresponde una confianza. La del ejecutor del penal, que mira dónde colocar su remate y tiene la plena confianza de que será gol. La del atacante que se sabe marcado para el tiro de esquina, pero tiene la confianza de que su anticipo al primer palo dejará desairado el salto del otro. La del carrilero (como les gusta llamarlos hoy) para aprovechar el hueco que dejó el defensor que se fue de excursión más allá de la mitad del campo de juego. La confianza del armador que sabe que puede burlar la marca pegajosa con un par de toques o hasta permitirse un caño para que al stopper se le pongan rojas las mejillas y las rodillas. La confianza del ocho para buscar un pase al vacío que lo deje por fin solo con el uno, o la del último hombre que se sabe bastión final y no está dispuesto a entregar el empate sobre la hora. Más, la extrema confianza del arquero en que esa tarde la pelota se quedará siempre en sus manos y no llegará nunca a anidar en la red. Es la confianza que también explica la entidad del lenguaje que brilla y da esplendor al definirla como “esperanza firme que se tiene de alguien o algo. Seguridad que alguien tiene en sí mismo. Ánimo, aliento, vigor para obrar.” 
Es así la confianza que siente ese enamorado de que finalmente le dirán que sí. Es la confianza del oficinista en que ese lunes será el de su ascenso. Y también la del pasional futbolero en que, como cada semana, le creerán y consentirán su predilección por un once contra once. La confianza de la que hoy está amargada por un resultado adverso, pero pone la mente en el próximo cotejo segura de que será con desquite. Y la confianza de la joven disfónica en que -al fin y al cabo- después de ver la repetición en la tele, su furia le dará la razón y comprobará que el tipo estaba adelantado. ¡Bah! Intuyo que ellos han tenido esa sensación.
Y acá es donde se me entrelazan las palabras, el fútbol, el amor, y me hago una ensalada que no logro intuir dónde termina, por más confianza que me tenga. Porque en más de una previa y en más de una charla se ha dicho que hay que confiar en la intuición. O lo que es lo mismo, en forma personal, “confiá más en tu intuición”. ¿Cómo diablos (y no rojos) le pongo fichas de seguridad a algo que es puro presentimiento? O al revés, ¿cómo hago para que ese pensamiento que tengo por cierto me dé la confianza de que esa suposición finalmente quedará cumplida?
El amor es el pan nuestro de cada día. Así en la tierra como en el cielo. Es decir, en la cancha como en la vida, en el corazón como en el alma. Vale para el futbolista y para el tribunero, que en definitiva son lo mismo, sólo que protagonizando distintos papeles cuando se trata de personas con sentimientos. O sea, seres que sienten placer infinito en un gol de oro que gane la Copa, o en ese otro instante de muerte súbita en el que el cuerpo se entrega temblando a otros brazos, como en un racimo de sudores y puños apretados, en tensas extremidades sedientas de calma después de tanto calor.

Ahora ya no distingo entre intuiciones y confianzas. Me toma por asalto un partido eterno que está a punto de volver a iniciarse y se recicla. Con un atisbo de decisión tomo la esfera de cuero, con un chichón en un costado y restos de grasa que le pasé ayer, para ponerla en el medio, en ese punto blanco que mira de reojo a un círculo que le resulta mayor. Escucho cual canto de aliento, una vez más, la vieja sentencia que me impulsa por precavido: “confiá más en tu intuición”. Y me lanzo al abismo con toda confianza… ¡Bah! qué se yo, es una intuición.