Las máximas
futboleras, por lo general, son llevadas a la vida cotidiana con cierta
rigurosidad, casi lo mismo que los saberes populares trasladados a las tribunas
y las plateas. Sobre todo, en épocas previas a un Mundial, por supuesto durante
la disputa, o aún largo tiempo después, ya que todos los aficionados -los
habituales y los ocasionales- opinan del gran espectáculo que cada cuatro años,
dura un mes.
Ya que, de
tácticas, reglas, puntos y otras yerbas hablan los expertos, me detendré en dos
aspectos muy trillados en las extensas transmisiones deportivas, pero poco
visualizados como parte del fenómeno amoroso que rodea a toda circunstancia de
la vida (y el fóbal no queda exento).
Claro está, es
conjetura más que aventurada de un tipo soñador al que le gusta tirar paredes
con pelota al pie, tanto adentro cuanto afuera de la cancha... con suerte dispar. Me refiero a la
intuición de unos y la confianza de otros, que sumados dan
22.
Así veo en el
rectángulo verde la intuición del arquero frente al ejecutor de un penal, y la
intuición del marcador central en un corner con
la redonda al aire para pegar el salto. La intuición de los laterales para
proyectarse al ataque, o la intuición del cinco, que desde el círculo central
observa al diez de los contrarios para controlarlo. La intuición de los
volantes para recorrer bandas vacías de toda humanidad, y la intuición de algún
wing en franca extinción, para
desbordar y tirarle un centro al nueve cuya intuición lo hará perfilarse para
el gol.
Es que concibo a
la intuición como el arte de leer o
advertir lo que piensa o deja de pensar el otro, casi como espiar la solución
de una adivinanza en esa palabra que está dada vuelta al pie de página. Es que
acaso intuir no sea más que “percibir
íntima e instantáneamente una idea o verdad, tal como si se la tuviera a la
vista”, según reza imperturbable la Real Academia. Sin embargo,
filosa y lustrosa, la rectora de nuestra lengua propone una mínima diferencia
cuando de intuición se trata, para definirla como la “facultad de comprender las cosas sin necesidad de
razonamiento”, y más aún en lenguaje coloquial, “presentimiento”.
Y ahí dejo a los
muchachos de camisetas transpiradas (como le gusta decir al maestro Juan
Sasturain) para saltar el alambrado a la inversa y meterme en las entrañas de
unos cuantos que quieren intuir si la
mina de la que están enamorados les va a dar “pelota”. O en las del oficinista
que grita desaforado en la tribuna con la pilcha de domingo, aunque intuye que
el lunes está cada vez más cerca. Ni hablar del que intuye que al llegar a la
casa tendrá que explicar otra vez por qué prefirió 90 minutos de pasión, a
cualquier otra actividad. También de la que intuye que ese partido va al muere
y la vuelta será con cara larga, o la que intuye que nadie le creerá al otro
día en la facultad que esté ronca por gritarle al línea un orsai que no fue.
Intuyo que habrá
miles de intuiciones más en cada grada, en cada butaca de plástico, que en
algún momento del partido se mezclarán con los quehaceres diarios. ¡Bah! Tengo
la confianza de que así sea.
Y voy por la
segunda, entonces, de estas disquisiciones antojadizas sobre players novatos y consagrados. Porque
supongo que a cada intuición le corresponde una confianza. La del ejecutor del
penal, que mira dónde colocar su remate y tiene la plena confianza de que será
gol. La del atacante que se sabe marcado para el tiro de esquina, pero tiene la
confianza de que su anticipo al primer palo dejará desairado el salto del otro.
La del carrilero (como les gusta llamarlos hoy) para aprovechar el hueco que
dejó el defensor que se fue de excursión más allá de la mitad del campo de
juego. La confianza del armador que sabe que puede burlar la marca pegajosa con
un par de toques o hasta permitirse un caño para que al stopper se le pongan rojas las mejillas y las rodillas. La
confianza del ocho para buscar un pase al vacío que lo deje por fin solo con el
uno, o la del último hombre que se sabe bastión final y no está dispuesto a
entregar el empate sobre la hora. Más, la extrema confianza del arquero en que
esa tarde la pelota se quedará siempre en sus manos y no llegará nunca a anidar
en la red. Es la confianza que también explica la entidad del lenguaje que
brilla y da esplendor al definirla como “esperanza
firme que se tiene de alguien o algo. Seguridad que alguien tiene en sí mismo.
Ánimo, aliento, vigor para obrar.”
Es así la
confianza que siente ese enamorado de que finalmente le dirán que sí. Es la
confianza del oficinista en que ese lunes será el de su ascenso. Y también la
del pasional futbolero en que, como cada semana, le creerán y consentirán su
predilección por un once contra once. La confianza de la que hoy está amargada
por un resultado adverso, pero pone la mente en el próximo cotejo segura de que
será con desquite. Y la confianza de la joven disfónica en que -al fin y al
cabo- después de ver la repetición en la tele, su furia le dará la razón y
comprobará que el tipo estaba adelantado. ¡Bah! Intuyo que ellos han tenido esa
sensación.
Y acá es donde se
me entrelazan las palabras, el fútbol, el amor, y me hago una ensalada que no
logro intuir dónde termina, por más confianza que me tenga. Porque en más de
una previa y en más de una charla se ha dicho que hay que confiar en la
intuición. O lo que es lo mismo, en forma personal, “confiá más en tu intuición”. ¿Cómo
diablos (y no rojos) le pongo fichas de seguridad a algo que es puro
presentimiento? O al revés, ¿cómo hago para que ese pensamiento que tengo por
cierto me dé la confianza de que esa suposición finalmente quedará cumplida?
El amor es el pan
nuestro de cada día. Así en la tierra como en el cielo. Es decir, en la cancha
como en la vida, en el corazón como en el alma. Vale para el futbolista y para
el tribunero, que en definitiva son lo mismo, sólo que protagonizando distintos
papeles cuando se trata de personas con sentimientos. O sea, seres que sienten
placer infinito en un gol de oro que gane la Copa, o en ese otro instante de
muerte súbita en el que el cuerpo se entrega temblando a otros brazos, como en un
racimo de sudores y puños apretados, en tensas extremidades sedientas de calma
después de tanto calor.
Ahora ya no
distingo entre intuiciones y confianzas. Me toma por asalto un partido eterno
que está a punto de volver a iniciarse y se recicla. Con un atisbo de decisión
tomo la esfera de cuero, con un chichón en un costado y restos de grasa que le
pasé ayer, para ponerla en el medio, en ese punto blanco que mira de reojo a un
círculo que le resulta mayor. Escucho cual canto de aliento, una vez más, la vieja
sentencia que me impulsa por precavido: “confiá
más en tu intuición”. Y me lanzo al abismo con toda confianza… ¡Bah!
qué se yo, es una intuición.