Espacio de lectura
Por Marcelo Canda.

RETRATO DE UN INSTANTE

“Descubrí un instante… tan efímero como cualquier instante… tan imborrable como aquello que llega a lo más profundo del ser y está destinado a quedarse…”

Creo que ocurre pocas veces en la vida. Ese momento preciso, inigualable, incomparable, en el que algo sucede y se nos revela. Y acaso sea así afortunadamente, puesto que eso, y sólo eso, lo hace aún más inconfundible y único.
Se advierte que hay varias palabras con el prefijo in, lo que inevitablemente indica que algo no es de algún modo. Y tan indescriptible pareciera ser ese momento, tan inédito, que debo recurrir a numerosos in para ensayar una definición, al menos por lo que no es, por lo inefable. Pero está claro que existió, e intentaré describirlo por lo que es, o fue.
Lo considero una revelación. Sí, una revelación en términos de destapar o descubrir lo que estaba oculto, e inclusive en clave de pasar -como en la fotografía- del negativo al positivo. Si me detuviera en esa fracción de segundo tendría una imagen, y podría quedarme conforme con haber vuelto al punto de partida, a ese instante que quedó impreso o grabado, primero en mi retina, y en mi mente después.
Sin embargo, no pude racionalizarlo porque ni bien lo pensé, me abandonó y se marchó al impreciso límite entre el alma y el espíritu, sin saber qué puerta golpear. Y allí decidió quedarse, en tanto no lo desplace algún otro instante.
Bastó con que la mano derecha de ella rozara el suave pelo lacio que se extendía algo más allá de los hombros. Los dedos apenas entreabiertos lo dejaron caer sin destino aparente, sólo para apartarlo del rostro blanco y luminoso, algo ruborizado y de gesto casi siempre sobrio. Una onda generosa de esa cabellera voló hacia un cielo nocturno infinito que se recortaba entre estrellas justo por detrás, dibujándole un mundo de dulzura sobre las mejillas.
Los ojos oscuros de pronto se encendieron y las cejas se arquearon sugestivas para darle composición pictórica. Creí ver todo en ese instante en el que las pestañas enmarcaron la mirada cautivante, tan segura como provocativa, tan profunda y libre a la vez.
Es breve el espacio que ocupa la nariz inmediatamente después, y un mar de aguas mansas los labios que no necesitan más color que su naturalidad. Esa figura se dibujó en el aire en ese singular momento. Fue como pararse delante de La Maja o La Gioconda y quedar extasiado ante esa imperfecta e imponente belleza.
Y ya no fue necesario reparar en toda la armonía que le seguía a esa suerte de efigie vestida siempre de gala. Ni el cuello fino, ni los hombros torneados, ni el torso delgado, ni las sinuosidades que desembocan felizmente en las piernas casi desnudas.
Ni los brazos ni las manos, que a la distancia son caricias invisibles. Sólo permanece ese instante que las agujas de ningún reloj podrán medir. Sólo su perfil romántico, sorpresivo y sorprendente.
Todo invitaba en ese mínimo segundo de aliento entrecortado, a tomar suavemente el pequeño mentón para acercarse ardientemente a esa pintura de exposición secreta, de modo de quedar a milímetros del deseo. Pero hubiese sido como ubicarse delante de una obra de arte sin poder observarla en toda su dimensión.
Fue entonces que descubrí ese instante, tan efímero como cualquier otro, tan imborrable como aquello que llega a lo más profundo del ser y está destinado a quedarse.

Y ya nada ni nadie pudo ni podrá arrebatármelo. Me quedé para siempre con ese Revello de Toro sin museo, sin réplicas, sólo con la curiosa firma de una modelo que se convirtió en su propia pintura.