“Descubrí un instante… tan efímero como cualquier
instante… tan imborrable como aquello que llega a lo más profundo del ser y
está destinado a quedarse…”
Creo que ocurre pocas veces en la vida. Ese momento preciso,
inigualable, incomparable, en el que algo sucede y se nos revela. Y acaso sea
así afortunadamente, puesto que eso, y sólo eso, lo hace aún más inconfundible
y único.
Se advierte que hay varias palabras con el prefijo in, lo que inevitablemente indica que algo no es de algún modo. Y tan indescriptible pareciera ser ese
momento, tan inédito, que debo recurrir a numerosos in para ensayar una definición, al menos por lo que no es, por lo inefable. Pero está claro
que existió, e intentaré describirlo por lo que sí es, o fue.
Lo considero una revelación. Sí, una revelación en términos de destapar
o descubrir lo que estaba oculto, e inclusive en clave de pasar -como en la
fotografía- del negativo al positivo. Si me detuviera en esa fracción de
segundo tendría una imagen, y podría quedarme conforme con haber vuelto al
punto de partida, a ese instante que quedó impreso o grabado, primero en mi
retina, y en mi mente después.
Sin embargo, no pude racionalizarlo porque ni bien lo pensé, me abandonó
y se marchó al impreciso límite entre el alma y el espíritu, sin saber qué
puerta golpear. Y allí decidió quedarse, en tanto no lo desplace algún otro
instante.
Bastó con que la mano derecha de ella rozara el suave pelo lacio que se
extendía algo más allá de los hombros. Los dedos apenas entreabiertos lo
dejaron caer sin destino aparente, sólo para apartarlo del rostro blanco y
luminoso, algo ruborizado y de gesto casi siempre sobrio. Una onda generosa de
esa cabellera voló hacia un cielo nocturno infinito que se recortaba entre
estrellas justo por detrás, dibujándole un mundo de dulzura sobre las mejillas.
Los ojos oscuros de pronto se encendieron y las cejas se arquearon
sugestivas para darle composición pictórica. Creí ver todo en ese instante en
el que las pestañas enmarcaron la mirada cautivante, tan segura como
provocativa, tan profunda y libre a la vez.
Es breve el espacio que ocupa la nariz inmediatamente después, y un mar
de aguas mansas los labios que no necesitan más color que su naturalidad. Esa
figura se dibujó en el aire en ese singular momento. Fue como pararse delante
de La Maja o La Gioconda y quedar extasiado ante esa imperfecta e imponente
belleza.
Y ya no fue necesario reparar en toda la armonía que le seguía a esa
suerte de efigie vestida siempre de gala. Ni el cuello fino, ni los hombros torneados,
ni el torso delgado, ni las sinuosidades que desembocan felizmente en las
piernas casi desnudas.
Ni los brazos ni las manos, que a la distancia son caricias invisibles.
Sólo permanece ese instante que las agujas de ningún reloj podrán medir. Sólo
su perfil romántico, sorpresivo y sorprendente.
Todo invitaba en ese mínimo segundo de aliento entrecortado, a tomar
suavemente el pequeño mentón para acercarse ardientemente a esa pintura de
exposición secreta, de modo de quedar a milímetros del deseo. Pero hubiese sido
como ubicarse delante de una obra de arte sin poder observarla en toda su
dimensión.
Fue entonces que descubrí ese instante, tan efímero
como cualquier otro, tan imborrable como aquello que llega a lo más profundo
del ser y está destinado a quedarse.
Y ya nada ni nadie pudo ni podrá arrebatármelo. Me
quedé para siempre con ese Revello de Toro sin museo, sin réplicas, sólo con la
curiosa firma de una modelo que se convirtió en su propia pintura.