Espacio de lectura
Por Marcelo Canda.

BIENVENIDA

Condenada como pocas a un suplicio tan eterno como singular, Casandra tuvo una posibilidad de redención que Apolo nunca supo.


Vale recordar aquí y ahora, lo más lejos posible del cielo de los dioses griegos, que la bellísima mujer (para evitar a esta altura decirle diosa) pactó con el galán olímpico, tener el don de la adivinación a cambio de un encuentro carnal. Y que puesto que no correspondió a su amor como habían acordado, el hijo de Zeus la castigó. Cebado como estaba (por apremiado y por caliente como primer mate) Apolo había concedido ese talento a Casandra. Él la imaginaba como esposa (por mujer y por encadenada) pero al ver que no honraba el trato, en la versión que más dura me parece, él escupió en la boca de ella una maldición para que nadie creyera en sus predicciones, más allá de que se cumplieran con absoluta religiosidad… o paganidad. Así creo que se la pasó Casandra, de constelación en constelación, visitando de corrido el zodíaco de su existencia, intuyendo, alertando y acertando (inclusive la caída de Troya, cuyos reyes eran sus padres) sin que alguna vez dieran por ciertos sus anuncios.

Me place pensar que Casandra se aferró entonces a la ilusión de encontrar un amor sin condicionamientos de toma y daca a la manera de Apolo, y por eso ya me aparto de cualquier Olimpo y la veo terrenal. Pero también la veo igual a muchas, aunque ella tiene un toque que la distingue entre las demás. Así tuvo y estuvo con otros hombres de los cuales se enamoró. Sin embargo, a poco o a mucho de sostener (dicho esto en sentido literal) esa relación, se le aparecía en sueños o despierta, el vaticinio de que a corto plazo se terminaría. Acudía entonces a sus amados para contarles los detalles que ella había visto que romperían el idilio, para tratar de subsanarlos. Pero otra vez la rueda del fracaso pegaba un giro, el mismo giro de cada vez, y ellos no le creían, huían, y se rompía la pareja. La maldita insistió hasta cansarse de ser maldita, y al cerrar su ciclo con un poderoso caballero -ostensiblemente de otros reinos- al que llamaban Nàvi L’elbirret decidió (otra vez literalmente) que ya no sufriría de ese modo, y menos por amor. Harta Casandra de remitirse a escondites de muros altos y corazones fríos, guardó silencio durante un largo tiempo de introspección, hasta que vió que podía hablar y salir.

Habló y salió. Desde entonces su mirada fue nueva, su ser pareció rejuvenecido y su ánimo la impulsó a búsquedas osadas que ocuparon su tiempo rápidamente con Casandras y Apolos similares, de otros nombres, pero de condenas parecidas. Hasta que una tarde descubrió cómo romper el hechizo. Se miró en un espejo transparente (que luego supo eran sus ojos), se acomodó una vez más su rizada cabellera de miel oscura, masajeó suavemente el contorno de sus ojos y no hizo falta darles color a sus labios finos, vivos. La palidez marchita de antes se transformó en tez de trigo dorado por el sol y el cuerpo empezó a lucir empecinadamente una y otra vez sus curvas imperfectas, hermosas. Un soplo de brisa mediterránea la cubrió por completo, como una lluvia de julio que termina en agosto.

Y Casandra, que se había desvelado por pensar cómo generar una oportunidad de encuentro con alguien al que hubiera elegido, finalmente se convenció de que no era ella quien tenía que buscar, sino la que necesariamente debía dejarse encontrar. Es decir, que sucediera a la inversa de siempre, porque de ese modo sería una forma de dejarse querer, y aceptar que alguien más allá de su mirada pudiera acompañar su latir acompasado, salpicado aún por la antigua ira apolínea.

Consideré que a ella, como a cualquier Casandra, estar en esa otra vereda la eximiría definitivamente de seguir con sus presagios, puesto que ya no se expondría al desamor, y por el contrario, tendría la certeza de haber sido elegida. Y me aventuré a conceder que de esa forma, Casandra había alcanzado la posibilidad de redención de la que Apolo nunca supo. Así se rompería por fin el malvado conjuro, y esta hermanastra de Troilo (el griego, que no el Pichuco) no tardaría en ser justipreciada por un varón sin tango, que al tomar su mano, sujetar su cintura y besarla, asegurara su salvación.


Pero con las Casandras nunca se sabe, y es probable que en el futuro elija volver a correr riesgos y a reinventar sus roles protagónicos para nuevas obras, con finales únicos e insondables, como ellas.