Agobiados como estamos casi siempre por los quehaceres cotidianos, cada
vez que una pausa se impone en nuestras vidas y podemos hacer lo que nos place
realmente, recuperamos cierto aliento de paz espiritual.
Ese pensamiento nos pone a reflexionar lo felices que seríamos si
tuviéramos muchos de esos momentos para compartir charlas sin tener que irnos,
hacer visitas que duren bastante más que las de un médico, o participar de
fiestas sin mirar el reloj.
Con un pretendido tono de sabihondo pero no suicida, un prohombre del
barrio de Constitución, acodado en el viejo mostrador de estaño y madera de un
barcito sucio y poco frecuentado, sostiene que ese tiempo existe y sólo hay que
esperarlo.
- Paradójico… (Le señaló su interlocutor,
no menos conspicuo aunque sin rastros de soberbia). Esperar el tiempo de tener tiempo, suena raro…
- Y lo es, pero en esto se nos va buena parte del tiempo. En ese querer hacernos
tiempo para tal o cual acción, mientras vamos haciendo todas esas tareas que
nos permitan tener horas disponibles. Vamos ocupando el tiempo y nos quedamos
sin tiempo… ¿Entiende?
- Algo… y ¿cuánto puede llevarnos hacer nada? - inquirió el hombre que encendía a escondidas un nuevo cigarrillo
mientras apuraba la extinción del fósforo.
- Una eternidad… Podríamos estar haciendo nada todo el
tiempo, pero quizá nos atacaría la idea de estar perdiéndolo…
- Y está claro que para perder algo primero hay que
tenerlo… entonces, ¿cómo perdería un tiempo que no tengo?
- Fácil. Pensando que en realidad sí lo tiene. Esto
comprobaría la lejana teoría de entender el tiempo como una ilusión, no más que
una construcción meramente humana a la que le gusta (y hasta parece necesitar)
tener todo medido, controlado.
- Créame amigo que hago el esfuerzo de seguir su
razonamiento pero en un punto me detengo… Y no es que quiera perder el tiempo,
pero ¿no sería muy aburrido estar haciendo nada, esperando el tiempo de tener
tiempo?
El más flaco de los dos (aunque de por sí ambos eran bastante delgados)
siguió atentamente el razonamiento del que tenía un delantalito que alguna vez
fue blanco, levantó el codo del mostrador sólo lo necesario para saborear la
medida de coñac que volvía a preceder su alocución. Acomodó su saco, algo
brilloso por el uso, con un golpecito de sus manos tomándose las solapas, y fue
a la respuesta sin rodeos con la seguridad de los que saben algo secreto.
- Ese es otro verso que nos quieren hacer creer los
tipos que manejan los tiempos de todos, a los que imagino en grandes oficinas
llenas de relojes de todo tipo y tamaño. Apuestan fuerte a que pensemos que
tenemos que estar haciendo algo, no importa qué, pero algo… trabajar, mirar
televisión, ir de compras, divertirnos… lo que fuera, pero siempre con alguna
medida y teniendo como propósito la ocupación de ese tiempo que ellos nos
asignaron. Es como si nos alertaran que “si no lo hacés así, te aburrís”, si no
hacés esto o lo otro, nada tiene sentido.
Y tras un gesto para que el otro respondiera si había comprendido -como
en el oficio mudo- puso el vasito nuevamente cerca de la botella de vidrio
marrón, una señal inequívoca para que el mozo sirviera otra vuelta. Casi como
un monstruo de dos cabezas, o similar quizá al extraño caso del Dr. Jeckill y
Mr. Hyde, transformándose en ocasional abogado del diablo para rebatir todo
argumento, pensó unos segundos la respuesta (es decir, se tomó su tiempo) y
sostuvo, como buscando aceptación:
- La forma de obtener tiempo para mí, es hacer nada y
esperar… y no hay tedio posible en esa inacción que se enfrenta al hacer, hacer
y hacer en procura de más tiempos… (Respiró
brevemente, apuró el último sorbo de su copa, e inquirió). Entonces ¿qué hicimos en estos minutos…? ¿Algo… nada… esperar...
hablar…?
- Mi estimado… hemos hecho lo que pocos se atreven.
Detenernos a pensar. Usamos el tiempo, y no dejamos que el tiempo nos use a
nosotros. Bien podría yo estar equivocado en lo que dije. O acaso tenga
absoluta razón. Lo mismo que si pusiera a la felicidad en valor potencial y
esperara que tal o cual cosa sucediera (inclusive tener tiempo) para ser feliz…
Nada de eso existe más que en nuestra mente, pero estamos tan apurados por
alcanzar esas zanahorias alucinadas que seguimos sin ver.
Con ideas yendo y viniendo -algunas inclusive a contramano- el ocasional
compinche de tertulia clavó la mirada en un cuadrito de Gardel que estaba en la
vitrina. Bebió lo que quedaba en su vaso, pasó por detrás del mostrador y
corrió un banquito de madera no muy confiable pero lo suficientemente alto como
para lograr su propósito. Se subió, sacó un viejo reloj con números romanos
dorados sobre un fondo amarillento, y en su lugar colocó la foto del Zorzal.
Concluido ese breve acto reflejo producto de la conversación que lo había
tocado, se volvió hacia el flaco erudito
en el tiempo para ver si entendía su reacción, su mensaje. Pero se encontró
solo.
Sin otra compañía que su pensamiento, retomó la función de mozo y dejó
la de dueño por un instante. Fue hasta la punta del mostrador, recogió la copita
vacía, levantó un par de billetes sin contarlos y se dirigió hasta la puerta.
Después de mirar a derecha, a izquierda, al frente, y a la nada misma, volvió a
entrar con las manos en los bolsillos, suponiendo que -acaso- el sabio se había
ido apurado.