Espacio de lectura
Por Marcelo Canda.

TODO EL TIEMPO

Agobiados como estamos casi siempre por los quehaceres cotidianos, cada vez que una pausa se impone en nuestras vidas y podemos hacer lo que nos place realmente, recuperamos cierto aliento de paz espiritual.
Ese pensamiento nos pone a reflexionar lo felices que seríamos si tuviéramos muchos de esos momentos para compartir charlas sin tener que irnos, hacer visitas que duren bastante más que las de un médico, o participar de fiestas sin mirar el reloj.

Con un pretendido tono de sabihondo pero no suicida, un prohombre del barrio de Constitución, acodado en el viejo mostrador de estaño y madera de un barcito sucio y poco frecuentado, sostiene que ese tiempo existe y sólo hay que esperarlo.

- Paradójico… (Le señaló su interlocutor, no menos conspicuo aunque sin rastros de soberbia). Esperar el tiempo de tener tiempo, suena raro…
- Y lo es, pero en esto se nos va buena parte del tiempo. En ese querer hacernos tiempo para tal o cual acción, mientras vamos haciendo todas esas tareas que nos permitan tener horas disponibles. Vamos ocupando el tiempo y nos quedamos sin tiempo… ¿Entiende?
- Algo… y ¿cuánto puede llevarnos hacer nada? - inquirió el hombre que encendía a escondidas un nuevo cigarrillo mientras apuraba la extinción del fósforo.
- Una eternidad… Podríamos estar haciendo nada todo el tiempo, pero quizá nos atacaría la idea de estar perdiéndolo…
- Y está claro que para perder algo primero hay que tenerlo… entonces, ¿cómo perdería un tiempo que no tengo?
- Fácil. Pensando que en realidad sí lo tiene. Esto comprobaría la lejana teoría de entender el tiempo como una ilusión, no más que una construcción meramente humana a la que le gusta (y hasta parece necesitar) tener todo medido, controlado.
- Créame amigo que hago el esfuerzo de seguir su razonamiento pero en un punto me detengo… Y no es que quiera perder el tiempo, pero ¿no sería muy aburrido estar haciendo nada, esperando el tiempo de tener tiempo?

El más flaco de los dos (aunque de por sí ambos eran bastante delgados) siguió atentamente el razonamiento del que tenía un delantalito que alguna vez fue blanco, levantó el codo del mostrador sólo lo necesario para saborear la medida de coñac que volvía a preceder su alocución. Acomodó su saco, algo brilloso por el uso, con un golpecito de sus manos tomándose las solapas, y fue a la respuesta sin rodeos con la seguridad de los que saben algo secreto.

- Ese es otro verso que nos quieren hacer creer los tipos que manejan los tiempos de todos, a los que imagino en grandes oficinas llenas de relojes de todo tipo y tamaño. Apuestan fuerte a que pensemos que tenemos que estar haciendo algo, no importa qué, pero algo… trabajar, mirar televisión, ir de compras, divertirnos… lo que fuera, pero siempre con alguna medida y teniendo como propósito la ocupación de ese tiempo que ellos nos asignaron. Es como si nos alertaran que “si no lo hacés así, te aburrís”, si no hacés esto o lo otro, nada tiene sentido.

Y tras un gesto para que el otro respondiera si había comprendido -como en el oficio mudo- puso el vasito nuevamente cerca de la botella de vidrio marrón, una señal inequívoca para que el mozo sirviera otra vuelta. Casi como un monstruo de dos cabezas, o similar quizá al extraño caso del Dr. Jeckill y Mr. Hyde, transformándose en ocasional abogado del diablo para rebatir todo argumento, pensó unos segundos la respuesta (es decir, se tomó su tiempo) y sostuvo, como buscando aceptación:

- La forma de obtener tiempo para mí, es hacer nada y esperar… y no hay tedio posible en esa inacción que se enfrenta al hacer, hacer y hacer en procura de más tiempos… (Respiró brevemente, apuró el último sorbo de su copa, e inquirió). Entonces ¿qué hicimos en estos minutos…? ¿Algo… nada… esperar... hablar…?
- Mi estimado… hemos hecho lo que pocos se atreven. Detenernos a pensar. Usamos el tiempo, y no dejamos que el tiempo nos use a nosotros. Bien podría yo estar equivocado en lo que dije. O acaso tenga absoluta razón. Lo mismo que si pusiera a la felicidad en valor potencial y esperara que tal o cual cosa sucediera (inclusive tener tiempo) para ser feliz… Nada de eso existe más que en nuestra mente, pero estamos tan apurados por alcanzar esas zanahorias alucinadas que seguimos sin ver.

Con ideas yendo y viniendo -algunas inclusive a contramano- el ocasional compinche de tertulia clavó la mirada en un cuadrito de Gardel que estaba en la vitrina. Bebió lo que quedaba en su vaso, pasó por detrás del mostrador y corrió un banquito de madera no muy confiable pero lo suficientemente alto como para lograr su propósito. Se subió, sacó un viejo reloj con números romanos dorados sobre un fondo amarillento, y en su lugar colocó la foto del Zorzal. Concluido ese breve acto reflejo producto de la conversación que lo había tocado, se volvió hacia el flaco erudito en el tiempo para ver si entendía su reacción, su mensaje. Pero se encontró solo.

Sin otra compañía que su pensamiento, retomó la función de mozo y dejó la de dueño por un instante. Fue hasta la punta del mostrador, recogió la copita vacía, levantó un par de billetes sin contarlos y se dirigió hasta la puerta. Después de mirar a derecha, a izquierda, al frente, y a la nada misma, volvió a entrar con las manos en los bolsillos, suponiendo que -acaso- el sabio se había ido apurado.