Espacio de lectura
Por Marcelo Canda.

TRES LETRAS

La vida nos sorprende a cada paso, pero tengo para mí que en innumerables situaciones no lo advertimos, y sólo en aquellos casos en que la conmoción es grande, pareciéramos darle crédito.
Es el momento en que lo inesperado sucede: la ocasión se presenta, el llamado llega, la ansiedad se calma, la palabra que se espera finalmente se lee o se escucha. A menudo son cuestiones de apariencia mínima, pero cobran trascendencia por el valor especial que les damos. Y en ese instante se transforman, y nos transforman.
Porque luego de constatar ese cambio ya no seremos los mismos. Algo se produce en el interior del cuerpo y del alma que deja una marca, a veces a fuego y se nota; otras de agua, y habrá que mirar con mayor detenimiento para descubrirla. Como sea, significará algo en la propia vida. Quizás seamos nosotros los que vamos sorprendiéndonos. Y cada tanto logramos eso que buscamos o anhelamos, porque lo provocamos, o porque simplemente sucede. 
La última referencia que tengo de estos sucesos (lo que sucede) o provocaciones (lo que se provoca) es un signo de estos tiempos en los que se escribe rápido, abreviado, con códigos, en mensajes de textos o en las redes sociales. En tres letras que incluyen curiosas licencias idiomáticas, por no decir errores ortográficos, suelen encontrarse expresiones de amor o de odio en la misma dosis.
Viajando en cualquier medio de transporte bastará con prestar una mínima atención para corroborarlo. Alguien escribe apurado una pretendida sentencia en su teléfono y al recibir la respuesta su rostro denota furia: frunce el ceño, sus rasgos se endurecen y resopla un aliento contenido, mientras se vuelve al teclado con la bronca multiplicada. Otro busca un ícono, una imagen que represente su carcajada por un comentario que acaba de leer, mientras sonríe indisimuladamente, por lo que si se viera en ese momento, no le haría falta el dibujito sino más bien su propia foto. Una lágrima que se escapa presurosa por una mejilla enrojecida es testigo de un desengaño, de una ausencia o de una mala noticia. Labios que se muerden pensando si escribir o no lo que callan o quisieran gritar. Y entre las muchas otras que podrían describirse, me quedé con una que protagonizó alguien que parecía sentirse como el único individuo en medio de una habitación.
Escribía y leía sin tomarse de ningún lado, parado, haciendo equilibrio entre las palabras que iban y venían. Algo exagerado en la forma en que bajaba su cabeza hacia el celular, tan compenetrado se le advertía, que supuse que después del diálogo quedaría con un fuerte dolor de cervicales. Movía los ojos de izquierda a derecha, y de arriba hacia abajo, con la misma velocidad con la que deslizaba su dedo sobre la pantalla para releer el texto varias veces. Lo mismo que cuando redactaba: después de sucesivos impulsos sobre el aparato recorría sus dichos y hasta intuyo que corregía palabras por la forma en que reiteraba movimientos y volvía a pulsar.
Sus muecas, casi imperceptibles para él, denotaban una conversación con vaivenes y pareceres diferentes. Transcurridos varios minutos se detuvo, después de haber lanzado un largo párrafo. Procuré no perderlo de vista y seguir su mirada, sus gestos, mientras el cuerpo permanecía quieto, como una columna. Un sonido breve lo alertó sobre un nuevo mensaje y vi que rápidamente estiró sus dedos para saber de quién era, aunque a juzgar por la seguridad con la que lo hizo, lo sospechaba.
Y fue tal como podía haberlo imaginado: levantó ambas cejas a la vez, se le infló el tórax -como respirando profundo para descargar todo el aire que había inspirado- y una mínima sonrisa de satisfacción apareció en su rostro. Ese instante mágico al que me refería, estaba ahí, acababa de suceder o lo habían provocado. Levantó velozmente el índice derecho y acomodó el pulgar izquierdo para iniciar la contestación, pero se frenó. Apretó la boca, y un brazo descendió hacia el costado, mientras el otro sostenía el teléfono a la altura del pecho. Sacó sus ojos de la pantalla y los clavó al frente, a la nada, como si escrutara una pared, blanca, como blanco le quedaba el renglón para redactar.
Salí del libreto respetuoso que me gusta cumplir en estos casos en los que observo y anoto para después contar o narrar. Me puse de pie en medio de un nutrido grupo de gente que se apretujaba cerca del tipo que aún no escribía y conseguí acercarme un poco. Fingí buscar una calle, haciendo como que miraba por la ventana, y con un movimiento torpe pero necesario logré ubicarme casi al lado de él, apenas unos centímetros por detrás. Sabía que no estaba bien lo que pretendía hacer, pero la curiosidad me venció en cuestión de segundos y miré.
Alcancé a ver una última línea, escrita con mayúsculas y sin espacios, con tres letras que conformaban lo que se asemejaba a la sigla de alguna empresa. “TKM”. Y como aquel que se da cuenta de que le están leyendo el diario, el tipo corrió un poco su celular al tiempo que me indagó con los ojos fijos. Solo atiné a disculparme como si lo hubiera empujado, pero no me creyó. Y tuve suerte, porque si no, el relato terminaría aquí mismo. Una voz dubitativa buscó complicidad para su propio descargo: “Qué complicado…” sostuvo el hombre, que rondaría los 38 ó 40 años, haciendo de cuenta que sabíamos de qué hablábamos. Sin embargo, no fui más allá e intenté recuperar el sitio exterior que tenía respecto de su experiencia. Solo agregué tímidamente: “¿por?”.
Porque sí…” enfatizó, para continuar en voz no muy alta pero lo suficiente como para que lo escuchara en medio del murmullo generalizado. “Porque hay veces que una frase o una palabra tiene un sentido para uno que no lo tiene para el que la dice o la escribe… sobre todo cuando es abreviado, casi como no dicho… y sin tonos ni inflexiones de voz, sin gestos, sin miradas, sin emoción…” y al mismo tiempo me acercó el celular para que viera lo que yo ya había visto, pero que también me sirvió para comprobar que el diálogo era efectivamente largo.
Sonreí cortésmente y le confirmé lo que él ya había leído varias veces, creyendo comprender el código de ese texto. “Te quiere mucho” alcancé a expresarle mientras con un ademán pretendí darle pie para que se jactara de ese halago. Pero el tipo se despachó con un “qué sé yo si me quiere… por ahí sí, pero dicho así es como si no estuviera completo”. No obstante, le contesté con tono seguro y tranquilizador, que esas “eran formas de mensajear” como si el verbo existiese y acaso para darle crédito a un contenido que yo desconocía.
Entre tanto, trataba de elaborar en mi mente otros tercetos de letras que fueran similares y así se me ocurrieron: TEM, te extraño mucho; AKV, amor quiero verte; PEM, perdoname estuve mal; MHB, me haces bien (en apológica sintonía con Drexler) …O, en otros sentidos -y tal como se acostumbra- LPM, la puta madre, HDP, hijo de puta, APS, adiós para siempre, y tantas otras variables.
Y debo haber tardado más de la cuenta con mis elucubraciones porque al volverme hacia él, vi que escribía nuevamente, y que lo hacía con ritmo seguro, por lo que presumí -porque no quería interrumpirlo- que tenía el íntimo deseo de que la sigla se completase con palabras.
Terminó. Pulsó “enviar” y me miró de nuevo: “Si tiene que ser, será… ¡suerte!” y se bajó en la esquina, atrás de una señora que había tocado el timbre, guardando el teléfono en el bolsillo de su campera sin que yo pudiera ver la respuesta. “Chau, ¡suerte!” le devolví el saludo y el augurio, y si hubiera tenido su número le habría mandado enseguida DKF… “dejalo que fluya”, como tantas veces me han recomendado a mí.

Me tomé del pasamanos (…antes de llegar, como en la canción) mientras recordaba las veces que no decimos lo que sentimos, cabal y explícitamente, y nos manifestamos de forma escueta, como en telegramas o con abreviaturas, sin el valor de completar una frase con todas las letras, con todas las palabras. Y ya bajando me quedé con la idea de que acaso esto nos suceda a veces por decisión, otras por cobardía, o bien por cuidarnos de que alguien lo malinterprete y salga lastimado.


KLP... (¡¡Qué lo parió!!)