La vida nos sorprende a cada paso,
pero tengo para mí que en innumerables situaciones no lo advertimos, y sólo en
aquellos casos en que la conmoción es grande, pareciéramos darle crédito.
Es el momento en que lo inesperado
sucede: la ocasión se presenta, el llamado llega, la ansiedad se calma, la
palabra que se espera finalmente se lee o se escucha. A menudo son cuestiones
de apariencia mínima, pero cobran trascendencia por el valor especial que les
damos. Y en ese instante se transforman, y nos transforman.
Porque luego de constatar ese
cambio ya no seremos los mismos. Algo se produce en el interior del cuerpo y
del alma que deja una marca, a veces a fuego y se nota; otras de agua, y habrá
que mirar con mayor detenimiento para descubrirla. Como sea, significará algo
en la propia vida. Quizás seamos nosotros los que vamos sorprendiéndonos. Y
cada tanto logramos eso que buscamos o anhelamos, porque lo provocamos, o
porque simplemente sucede.
La última referencia que tengo de
estos sucesos (lo que sucede) o provocaciones (lo que se provoca) es un signo
de estos tiempos en los que se escribe rápido, abreviado, con códigos, en
mensajes de textos o en las redes sociales. En tres letras que incluyen
curiosas licencias idiomáticas, por no decir errores ortográficos, suelen
encontrarse expresiones de amor o de odio en la misma dosis.
Viajando en cualquier medio de
transporte bastará con prestar una mínima atención para corroborarlo. Alguien
escribe apurado una pretendida sentencia en su teléfono y al recibir la
respuesta su rostro denota furia: frunce el ceño, sus rasgos se endurecen y
resopla un aliento contenido, mientras se vuelve al teclado con la bronca
multiplicada. Otro busca un ícono, una imagen que represente su carcajada por
un comentario que acaba de leer, mientras sonríe indisimuladamente, por lo que
si se viera en ese momento, no le haría falta el dibujito sino más bien su
propia foto. Una lágrima que se escapa presurosa por una mejilla enrojecida es
testigo de un desengaño, de una ausencia o de una mala noticia. Labios que se
muerden pensando si escribir o no lo que callan o quisieran gritar. Y entre las
muchas otras que podrían describirse, me quedé con una que protagonizó alguien
que parecía sentirse como el único individuo en medio de una habitación.
Escribía y leía sin tomarse de
ningún lado, parado, haciendo equilibrio entre las palabras que iban y venían.
Algo exagerado en la forma en que bajaba su cabeza hacia el celular, tan
compenetrado se le advertía, que supuse que después del diálogo quedaría con un
fuerte dolor de cervicales. Movía los ojos de izquierda a derecha, y de
arriba hacia abajo, con la misma velocidad con la que deslizaba su dedo sobre
la pantalla para releer el texto varias veces. Lo mismo que cuando redactaba:
después de sucesivos impulsos sobre el aparato recorría sus dichos y hasta
intuyo que corregía palabras por la forma en que reiteraba movimientos y volvía
a pulsar.
Sus muecas, casi imperceptibles
para él, denotaban una conversación con vaivenes y pareceres diferentes.
Transcurridos varios minutos se detuvo, después de haber lanzado un largo
párrafo. Procuré no perderlo de vista y seguir su mirada, sus gestos, mientras
el cuerpo permanecía quieto, como una columna. Un sonido breve lo alertó sobre
un nuevo mensaje y vi que rápidamente estiró sus dedos para saber de quién era,
aunque a juzgar por la seguridad con la que lo hizo, lo sospechaba.
Y fue tal como podía haberlo
imaginado: levantó ambas cejas a la vez, se le infló el tórax -como respirando
profundo para descargar todo el aire que había inspirado- y una mínima sonrisa
de satisfacción apareció en su rostro. Ese instante mágico al que me refería,
estaba ahí, acababa de suceder o lo habían provocado. Levantó velozmente el
índice derecho y acomodó el pulgar izquierdo para iniciar la contestación, pero
se frenó. Apretó la boca, y un brazo descendió hacia el costado, mientras el
otro sostenía el teléfono a la altura del pecho. Sacó sus ojos de la pantalla y
los clavó al frente, a la nada, como si escrutara una pared, blanca, como blanco
le quedaba el renglón para redactar.
Salí del libreto respetuoso que me
gusta cumplir en estos casos en los que observo y anoto para después contar o
narrar. Me puse de pie en medio de un nutrido grupo de gente que se apretujaba
cerca del tipo que aún no escribía y conseguí acercarme un poco. Fingí buscar
una calle, haciendo como que miraba por la ventana, y con un movimiento torpe
pero necesario logré ubicarme casi al lado de él, apenas unos centímetros por
detrás. Sabía que no estaba bien lo que pretendía hacer, pero la curiosidad me
venció en cuestión de segundos y miré.
Alcancé a ver una última línea,
escrita con mayúsculas y sin espacios, con tres letras que conformaban lo que
se asemejaba a la sigla de alguna empresa. “TKM”.
Y como aquel que se da cuenta de que le están leyendo el diario, el tipo corrió
un poco su celular al tiempo que me indagó con los ojos fijos. Solo atiné a
disculparme como si lo hubiera empujado, pero no me creyó. Y tuve suerte,
porque si no, el relato terminaría aquí mismo. Una voz dubitativa buscó
complicidad para su propio descargo: “Qué
complicado…” sostuvo el hombre, que rondaría los 38 ó 40 años, haciendo de
cuenta que sabíamos de qué hablábamos. Sin embargo, no fui más allá e intenté
recuperar el sitio exterior que tenía respecto de su experiencia. Solo agregué
tímidamente: “¿por?”.
“Porque sí…” enfatizó, para continuar en voz no muy alta pero lo
suficiente como para que lo escuchara en medio del murmullo generalizado. “Porque hay veces que una frase o una palabra
tiene un sentido para uno que no lo tiene para el que la dice o la escribe…
sobre todo cuando es abreviado, casi como no dicho… y sin tonos ni inflexiones
de voz, sin gestos, sin miradas, sin emoción…” y al mismo tiempo me acercó
el celular para que viera lo que yo ya había visto, pero que también me sirvió
para comprobar que el diálogo era efectivamente largo.
Sonreí cortésmente y le confirmé lo
que él ya había leído varias veces, creyendo comprender el código de ese texto.
“Te quiere mucho” alcancé a
expresarle mientras con un ademán pretendí darle pie para que se jactara de ese
halago. Pero el tipo se despachó con un “qué
sé yo si me quiere… por ahí sí, pero dicho así es como si no estuviera completo”.
No obstante, le contesté con tono seguro y tranquilizador, que esas “eran formas de mensajear” como si el
verbo existiese y acaso para darle crédito a un contenido que yo desconocía.
Entre tanto, trataba de elaborar en
mi mente otros tercetos de letras que fueran similares y así se me ocurrieron:
TEM, te extraño mucho; AKV, amor quiero verte; PEM, perdoname estuve mal; MHB,
me haces bien (en apológica sintonía con Drexler) …O, en otros sentidos -y tal
como se acostumbra- LPM, la puta madre, HDP, hijo de puta, APS, adiós para
siempre, y tantas otras variables.
Y debo haber tardado más de la
cuenta con mis elucubraciones porque al volverme hacia él, vi que escribía
nuevamente, y que lo hacía con ritmo seguro, por lo que presumí -porque no
quería interrumpirlo- que tenía el íntimo deseo de que la sigla se completase
con palabras.
Terminó. Pulsó “enviar” y me miró
de nuevo: “Si tiene que ser, será…
¡suerte!” y se bajó en la esquina, atrás de una señora que había tocado el
timbre, guardando el teléfono en el bolsillo de su campera sin que yo pudiera
ver la respuesta. “Chau, ¡suerte!” le
devolví el saludo y el augurio, y si hubiera tenido su número le habría mandado
enseguida DKF… “dejalo que fluya”,
como tantas veces me han recomendado a mí.
Me tomé del pasamanos (…antes de llegar, como en la canción)
mientras recordaba las veces que no decimos lo que sentimos, cabal y
explícitamente, y nos manifestamos de forma escueta, como en telegramas o con
abreviaturas, sin el valor de completar una frase con todas las letras, con
todas las palabras. Y ya bajando me quedé con la idea de que acaso esto nos
suceda a veces por decisión, otras por cobardía, o bien por cuidarnos de que
alguien lo malinterprete y salga lastimado.
KLP... (¡¡Qué lo parió!!)