Espacio de lectura
Por Marcelo Canda.

MÁS QUE RECUERDOS

Sumergir una galletita de agua en el té azucarado me recuerda invariablemente las meriendas en la casa de mis abuelos maternos, inclusive la taza blanca de la que lo tomaba, y la cantidad de agujeritos que contaba en ese cuadrilátero crocante.
Dos rodajas de pan lacteado con jamón y queso más un licuado de banana con leche, dan algo así como una noche de verano en la que nos quedábamos sin ideas ni ganas de cocinar con mis padres y mis hermanos.
Los años los transformaron en clásicos, como el arrollado primavera de Nochebuena o las pastas del 25 de diciembre al mediodía. Tanto como el aroma a los alcauciles que se empecina en salir de una olla a presión o el vapor de unas manzanas verdes al horno con ese juguito marrón que años después supe de qué era, y me gustó aun más.
Casi todo parece volver idénticamente con el simple hecho de recordarlo o prepararlo nuevamente, a no ser que uno se dé cuenta que lo que ha cambiado es la edad que se tiene.
El estofado con tuco espeso que el nono empezaba a cocinar al fuego más lento posible desde las siete de la mañana cada domingo, o el extenso proceso de limpieza por el que debían pasar todos los caracoles que recolectábamos con mis primos en las húmedas mañanas de Mar de Ajó… La mezcla sagrada de miel y limón a la que en casa llamábamos “el asco” para combatir dolores de garganta, o ese néctar de huevo batido y oporto que tomábamos sólo porque era rico…
Hay sabores que remiten a puntos exactos de nuestra vida más cotidiana y acaso en la nostalgia que le sumamos como ingrediente mágico, resida ese toque exquisito que le descubrimos en el presente. Al revivirlo encontramos cierta calma y creemos que se trata de un lugar seguro al cual podemos volver cuando queramos.
Es comer las facturas empezando por la masa y dejando para el final la parte que tiene el dulce de leche. O preparar una chocolatada y tomarla de a cucharaditas para que dure más…
Probablemente aquellas recetas que añoramos tengan un aroma tan particular que nos permita identificarlas como las de tal o cual, aunque por más intentos que se hagan, no habrá forma de que nos salgan como a ellos.
Así recordamos las milanesas de la abuela Ana o la fainá que sólo preparaba el tío Néstor. También, la forma de condimentar las papas o la de sancochar cebollas para una tortilla que tenían esos familiares -hoy lejanos- que siguen siendo un enigma, porque nunca más volvimos a probar un sabor parecido... La esponjosidad del bizcochuelo casero que esperaba al regreso del colegio primario… La sopa crema de arvejas de mil noches de invierno…
Sabores hechos sensaciones que nos acompañan cada día y que por esas cosas misteriosas permanecen inmunes al paso de los años.
Como los ritos para lo que antes era vermouth y ahora es picada, con el trabajo artesanal del anfitrión para disponer la mesa... O bien, el punto justo que alcanzan las carnes y las achuras que de vez en cuando invita ese insustituible amigo asador.
En todo hay algo característico, quizá secreto, que lo transforma en único. Por eso nos parece inútil pedirles la receta, conocer los ingredientes, aprender la preparación. Porque ya hemos hecho la prueba y nunca salen iguales ni tienen el mismo sabor ni el mismo aroma… como la pastafrola que Alicia prepara en su cocina, muy cerca de una habitación con revestimiento de machimbre.
Sabemos que están ahí, esperando en nuestra memoria para cumplirnos el milagro en alguna ocasión, aunque pretendamos cada tanto darnos una vuelta para tenerlos cerca otra vez, en vanos intentos de imitación.
Algo similar sucede con esas fragancias tan personales que nos quedaron guardadas entre los sentidos y que en determinados momentos parecieran reaparecer.
Alguno de los cinco nos remite a esa casa a la que íbamos de visita con los zapatos de salir, o nos trae como un relámpago el perfume que usaba aquel ser querido que ya no está. Nada se parece siquiera a la fragancia que percibía de la abuela Lili cuando me besaba…
 Un deja vu presuroso nos alcanza una prenda que anhelábamos heredar o nos ubica en las mismas baldosas sobre las que jugábamos a la rayuela o al cartero. Es una recorrida a vuelo de pájaro, planeando en la mente, como los miles de excusas que inventábamos para prolongar el rato de juego, a pesar de haber escuchado varias veces la voz que nos llamaba a cenar.
Es el patio de la niñez con el material resquebrajado en el mismo lugar, es el griterío del recreo en la escuela, es el sobre de figuritas en el kiosco de la esquina esperando encontrar la difícil, es un perro que espera a que volvamos moviendo la cola cada vez más ligero cuanto más cerca estamos…
Son evocaciones, más próximas o más lejanas, con el común denominador del abrazo cálido de los años. Es todo lo que hoy agita el lugar en el que siempre espera la nostalgia.
La vecina de enfrente que nos tiene locamente enamorados y el primer beso a escondidas. La noche que conocimos el sexo, la que conocimos el amor, y la que conocimos el sexo con amor. Como si la conciencia se hiciera frágil en breves lapsos y permitiera que tumultuosamente convivan el pasado y el presente en un mismo latido.
Ese gol de antología en el clásico del barrio... La tarde de lluvia que nos arruinó el picnic y el día de sol en la playa que nos dejó rojos como tomates… La lección que nos dio un hermano menor, y el aprendizaje de acunar en nuestros brazos a la más pequeña de la familia…
Vienen y se van, a veces duran sólo unos segundos, pero siempre tienen la misma característica. Esas añoranzas no se modifican jamás, son traslados en máquinas del tiempo sin que haya una fecha que programar.
Un viaje largamente esperado y una carta humedecida con colonia... El traje de estreno para una fiesta y el delantal almidonado del primer día de clases… El humo que sale de las parrillas y abarca el trayecto de varias cuadras hasta llegar a la cancha…
Todos nos llevan y nos traen desde y hacia esos instantes de vida que tercamente nos negamos a abandonar. Forman parte de nosotros mismos, y se quedarán para toda la eternidad con su marca indeleble.

Es decir, prefiero pensarlo y creerlo así… casi como una necesidad. Aun temiendo que algún día, estos recuerdos se desvanezcan y comiencen a formar parte de otras historias.