Espacio de lectura
Por Marcelo Canda.

EL SOL Y LA LUNA

Una fuente más cercana de lo que creo -con el sonido del agua en movimiento- llena el silencio de una tarde que se va opacando al ritmo de un reloj de arena. Sentado en un viejo banco de plaza, desde el que me gusta convertirme en observador de pequeñeces, advierto que con el transcurrir del tiempo, el sol me va alcanzando de a poco hasta instalarse completamente en mí. Más tarde empieza a correrse hasta que, finalmente, me abandona y me deja como único recuerdo un último fragmento de mi sombra.
En ese comienzo del camino hacia la noche logro ver en un cielo sin nubes, la tenue aparición de la luna. Me recuesto para contemplarla con atención. Poco me importa si está en su fase creciente o menguante porque sé que siempre está llena o nueva, entera, y que su eventual parcialidad sólo es producto de lo que ella quiere que yo vea en cada momento. Más aun, suelo pensar que ese juego caprichoso incluye el hecho de que yo tome el lugar del sol y la ilumine o la desenfoque según la posición y el movimiento, como si fuera un planeta girando o trasladándose, en vez de un satélite.
Y en esta suposición infantil encuentro cierto regocijo al percibir que el Sol y la Luna son Él y Ella, y me dejo llevar por la idea de que son uno para el otro. Que se requieren porque se re-quieren y se ofrecen mutuamente. Que se complementan. Que se funden y se confunden en cada anochecer. Que se ensamblan en cada amanecer. Que uno enciende esa inmensidad oscura y que la otra calma esa máquina proyectora de haces en distintas direcciones.
Un súbito gorjeo desde lo alto de un árbol me distrae lo suficiente como para devolverme a la realidad y caer en la cuenta de la trivialidad a la que me he sometido voluntariamente. Dejando a los astros de lado, subo el cierre de mi campera y me dispongo a levantarme, cuando una pareja se detiene a pocos metros del asiento que ocupo, para besarse. Y lo señalo porque en algunas ocasiones he visto cómo sólo uno de los dos es el que besa, mientras el otro es besado.
 Sin poder disimular que los observo, también los escucho, y el diálogo se filtra en el instante previo a mis elucubraciones. Y ya no me importa saber si es Él o Ella, por lo que sólo me centro en lo que dicen: pocas palabras, pronunciadas con los ojos bien abiertos y fijos en los otros que los miran.
 “Sos un sol” oí con la claridad de una voz segura, amable y acaso condescendiente. “¿Querés ser mi luna?” llegó como toda respuesta, en un tono titubeante que por poco no se quebró.
 Solo atino a simular que sigo tratando de subir el cierre de mi campera para permanecer inadvertido, pero al levantar la vista, segundos después, los vi marcharse sin agregar un mísero monosílabo. Inclusive, casi de inmediato, ambos me quedaron de espaldas, por lo que tampoco pude ver si sus rostros dibujaban alguna respuesta cómplice ante la pregunta.
Volví a reclinarme sobre el respaldo del banquito de madera pintado de verde oscuro, me crucé de brazos y miré al cielo buscando un guiño, una explicación, si es que la había. Pero nada. El breve intercambio de palabras de esos dos seres, tan básico, pueril, de algún modo casi cursi y fuera de toda moda, suponía hoy algo que sólo comprobarán ellos mañana: si el uno estará para el otro, más allá de salidas y ocasos, de luminosidades y tormentas.

Con el ánimo inquieto me incorporé y emprendí mi regreso a ninguna parte, no sin antes patear una piedrita irregular, de color ladrillo, que se detuvo al borde de la fuente. Sólo el sonido del agua en movimiento interrumpía el silencio de la tarde y acompañaba el lento caminar de aquella pareja que se esfumó de la mano, como -se me antoja imaginar- hacen a escondidas el Sol y la Luna.