Las historias sobre máquinas del tiempo existen y se cuentan desde
el fondo de la eternidad. En el mismo momento en que tomó conciencia de sí, el
hombre quiso tener la posibilidad de volver sobre sus pasos y corregir, o
repetir y quedarse, y también de dar un vistazo hacia el porvenir para saber
qué le tiene reservado el Destino. Así se fabricaron hasta el hartazgo naves
que lo llevaran a uno y otro lado de la línea del presente en cuestión de
segundos. La literatura y el cine dieron cuenta de ello en innumerables ocasiones.
Los mismos científicos con sus agujeros negros y la cuarta dimensión arrojaron
a la especie a esa búsqueda infinita, mientras que clarividentes y
canalizadores aportaron sus dones para otros descubrimientos.
Todo el mundo sabe que las máquinas del tiempo no existen, pero
prefieren creer en ellas; que no se conoce a alguien que haya pasado por los
agujeros y vuelto; y que mucho inescrupuloso haya hecho que los verdaderos
escrutadores de las sensaciones pierdan credibilidad. Más allá de cualquier
disquisición al respecto, cada uno ha experimentado algunos de esos viajes, no
tan sólo como meros déjà vu, si no
como reales estadías que al cabo de un sueño se olvidan para siempre. Pero que
se hacen, se hacen.
Uno de los escasísimos casos que se conocen en nuestra era está
directamente relacionado con el proyecto Caballo
de Troya que refleja con extrema descripción el escritor y periodista
español Juan José Benítez en la saga de nueve tomos homónimos en la que expone
los días humanos de Jesús el Nazareno. Lo que quizá no sepa el autor de este best-seller es que su elucubración
novelesca tuvo un sinnúmero de rebotes mundiales que provocaron otros paseos
temporales, acaso menos reveladores en cuanto a repercusión, pero de fuerte
importancia personal para quienes los tuvieron, producto -no comprobado pero
posible- del mismo efecto Divino que en ciertas ocasiones se deja ver, como
también lo hace en la sonrisa de un bebé, en el llanto de un viudo, en el
abrazo de amigas, en el consejo de un padre, en la contención que brinda una
madre, o en tantas otras manifestaciones.
Un tren que no lleva el apuro de una
de sus pasajeras llega por fin a la estación, con demora, y desencadena la
traspolación. Y debe haber sufrido un retraso considerable ese convoy porque
las agujas del reloj recorrieron en flashbacks poco más de 22 años. Así suele
suceder: un mal cálculo, un corte de calles, un pequeño accidente, un descuido,
provoca la alteración y, de acuerdo con la circunstancia, se corre la trama
actual hacia otra paralela, sin que caigan en la cuenta aquellos que lo vivan.
Los pasos iban raudos hacia el punto
de encuentro pactado con su eventual compañía, pero sin que lo advirtiera
siguieron hasta otro lugar. La tarde clara y soleada de un otoñal Palermo se transformó
en una noche fresca de primavera a pocas cuadras de la plaza Flores. Ella
siguió caminando y él siguió esperando porque, como era su costumbre, siempre
estaba a horario para las citas, algo que habrá redundado seguramente en que
rara vez haya sido trasladado en el tiempo.
Saludo de rigor mediante, y con la
timidez propia de los primeros encuentros, ambos se dirigieron a un bar oscuro
para hacer lo que mejor hacían por entonces, hablar. No obstante, les costaba
trabar diálogo y en ciertos momentos se imponía el silencio.
En medio del ocaso del día y sin que
nunca nadie haya podido atestiguar si ese instante se quedó congelado en el
tiempo o en definitiva no existió, en una fracción de segundo sintieron lo
mismo el uno por el otro, algo que no se atinaría a definir como atracción,
intriga o deseo, pero que atravesó la mesa, se coló en los pocillos de café y
se estacionó a la espera de una próxima aparición.
La nave invisible del traslado en
ocasiones se materializaba en colectivos, y cada uno por su lado se marchó a
vivir sus futuros inmediatos. Como era de esperar, aún en esa dimensión
bifurcada, se reiteraron los llamados telefónicos y acordaron una nueva cita.
Un encuentro fugaz, anticipando el cierre de varias confiterías céntricas, no
agregó mucho a esa incipiente clase de amistad que quiere transformarse en algo
más, pero no la dejan las circunstancias, las timideces y la inexperiencia
propia de la juventud.
Un fin de ciclo se aproximaba para él
y como tal se construyeron las acciones que lo enmarcarían para otras épocas.
De allí, de un egreso con título, surgió la prueba cabal de que ese viaje
existió. Un libro denso, grande, poblado de páginas con letras pequeñas, que
mostraba una extraña mezcla de imágenes en su portada con vehículos espaciales,
astronautas y el mismísimo Cristo. Punto y seguido para una serie de salidas
que no se concretaron y que fueron apagando las tibias brasas apenas
enrojecidas que se habían encendido desde la breve pero eficaz dedicatoria en
aquel regalo que ella le hizo.
En ese pasado, él se subió a un avión
de esperanza y ella siguió navegando sus mares con otros horizontes.
Pero la misma premura de aquellos pasos al bajar del tren presente
hizo que en pocos minutos, o en todo caso, en pocas cuadras, las dimensiones
recobraran lógica y por un efecto contrario al anterior (en vez de demora en la
máquina, apuro en los pies) se generó el acoplamiento de los tiempos, por lo
que el pasado volvió a ser pasado, dejando que el presente vuelva a ser
presente.
En los momentos previos al reencuentro los dos creyeron recordar
pasajes de aquellas salidas (obra de una celestina moderna, tan frágil como un
trapito, y buena como pocas veces se ha visto de este lado de la realidad). Pero
no hacían más que el ida y vuelta mental al que fueron sometidos tan solo por
un breve lapso. El hecho de que al cabo de tantos años volvieran a verse les
saldaba la cuenta del café pendiente, ya frío de soledad, y los instalaba en
una línea común de nuevas existencias, a las que habían dado un contenido
dispar.
Así se confiaron en intenso diálogo aciertos y errores propios, en
un compilado de enumeraciones no muy profundas pero que a cada uno le dejó una
somera idea de con quién se habían reencontrado al descender de la cápsula
temporal.
Y de nuevo, un pase mágico inadvertido dejó huellas en el camino.
La tapa blanda de otro libro mostraba llamas en derredor de un número nueve que
se pareció, por un instante, al sentimiento guardado y algo chamuscado por los
años. Como de recitado, él repitió la dedicatoria de ella poco más de 22 años
después y propuso cubrir el largo periodo de ausencia con nuevos encuentros.
Un cruce de miradas ocasionales precipitó un inédito cóctel de
sensaciones, aunque él se haya quedado sin saber si también a ella le pasó
algo, al menos similar. Se batieron en su cuerpo y en su alma, como en una Boston shaker, aquel juvenil
enamoramiento con el más reciente y atemperado, que suponía una mayor distancia
protocolar y acaso idéntica timidez. Aquella temprana admiración intelectual
con esta otra -renovada- de resolución existencial. Ese lejano reconocimiento
de bondad, con otro igual, pero más cercano. El mismo calor intenso recorriendo
todo su ser en ambos puntos temporales, al ver su figura exquisita iluminada
por cientos de soles. Un sabor a nostalgia fundido con deseos nuevos. Una
esperanza añeja y una fe recuperada. Una duda archivada en la biblioteca y una
certeza desempolvada. Un "no" y un "tal vez". Todo junto y
a mil revoluciones por segundo.
Pero la coctelera seguía teniendo sus dos partes ensambladas.
Ciertamente los ingredientes se movieron bastante al ritmo de un improvisado e
inexperto bar tender, adormecido por
un par de décadas, pero de ahí no salieron. Difícil determinar si fue decisión
o falta de audacia el destapar la poción.
A punto estaba de dilucidarlo cuando
el eje de espacio y tiempo pareció estremecerse, como una suerte de sacudón
intempestivo que fue y vino como un relámpago. Quizá esa duda nueva se
superpuso a la antigua y fue imposible el viaje de retroceso o proyección. O
quizá el horizonte de sucesos se hartó de ir y venir, y se haya quedado en el
presente, siendo lo único que existe, para que sus minutos, días y meses
transcurran sin suposiciones y con el único e inefable aroma a verdad hecha
realidad.
Y ya sólo fue posible una regresión en
términos anecdóticos o que removiera una sorpresa ocasional, pero nada de
pasados y mucho menos de futuros. En ese punto, cualquiera de los libros se
podía abrir en diferentes páginas, aunque en uno prevaleciera esa inconfundible
brisa del encierro de las hojas amarillentas, y en el otro el excitante sonido
de textos nuevos, sin dobleces ni pliegos y hasta cierta dificultad en separar
las hojas engomadas en el lomo.
Este novel punto de intersección, como
si se tratara de diagramas de Venn, no significaba más que la certeza del
reencuentro, vaya a saberse para qué, pero ya no los desvelaba.
Juan se quedó sin miedo y Morena se replegó con dudas, al escuchar una frase cursi pero que llevaba consigo una
entrañable necesidad de correlato, aunque más no fuera sin tiempos. "¿Qué tal si nos decimos lo que no nos
hemos dicho, y vemos si pasa lo que no nos ha pasado?". Tanto eco
causó entre ellos ese grito de cueva que la pregunta comenzó a repetirse
permanentemente, hasta que ambos decidieran tapar sus oídos para escuchar con
el corazón; hasta que ambos creyeran que sus ojos se cerrarían al aproximarse,
para besar con el alma; hasta que ambos acertaran a no pronunciar palabra, y
vivir aquí y ahora el momento para el que fueron hechos, tan parecido a la eternidad que no podría definirse en términos
humanos.
Fue así como se introdujeron en sus propios caballos de madera y
marcharon a Troya, esa ciudad de la que se habían escapado, pero que
ahora podían conquistar.
Un punto de contacto en espacio y tiempo tan parecido al presente que merecía la mejor batalla, la que se da
contra los propios fantasmas internos, los prejuicios y los temores, que nada
saben de tiempos.
Una dura pelea contra el poder de las estructuras y el riesgo de
tomar nuevos riesgos.
Quizá Troya les haya quedado a un paso… pero aun debían darlo.