Alguna vez estudié, saliendo de la adolescencia, el
concepto del “torbellino
social” que desvelaba a
Rousseau, cuando escribió su “Emilio, o de la educación” en 1762, un tratado
filosófico sobre la bondad que por naturaleza tiene el hombre, y las diversas
alternativas que la vida le ofrece. A su vez, las distintas posiciones
que se presentan son cuidadosamente exploradas, desarrollando un
pensamiento que por su intensidad se revela como fundamental. Desde
entonces tengo la sensación de que aquello que le sucedía al joven
protagonista, también valía para un colectivo no tan imaginario, y que a mí me
ocurría a cada tanto. Y acaso el paso del tiempo, me haya demostrado luego que
el torbellino personal se reproducía cada vez con más frecuencia.
Introspectivo, intranquilo, inquisidor, ese cúmulo de preguntas
traducidas en dudas y sus posibles respuestas, se debate en todos los temas.
Sólo unos pocos quedan exentos: jamás tuve siquiera un pequeño renuncio sobre
el cuadro de fútbol del cual soy hincha, ni respecto de la religión que
profeso, aun con las crisis de fe que pueden provocar los goles errados y las
miradas esquivas de una institución tan falible y pecadora como cada uno de sus
integrantes.
Entiendo que esas batallas internas han de provocarme
victorias pírricas, pero victorias al fin, junto con estrepitosas derrotas,
también derrotas al fin. Y me lanzo una y otra vez a cuesta de mis
incertidumbres y temores, a escudriñar pistas como un improvisado Holmes, que a
menudo necesita la ayuda de algún Watson. Inclusive sueño con esos dilemas, y
así como me veo en un bosque oscuro, de árboles petrificados con ramas
puntiagudas, también me sucede en una larga caminata por la playa, sin norte y
al sol, con el agua apenas tocando mis pies descalzos, en un ocaso de
colección.
Montando un Pegasus o andando con huellas de arena, pienso
y repienso, tal mi esencia estructural, en casi todas las variables y las
consecuencias que puede tener la elección de una de ellas, a la que
taxativamente llamo decisión. Y como en un juego de ajedrez, avanzo
o retrocedo, arriesgo un peón o protejo un alfil, hago ver un caballo pero
quedo atento a cualquier enroque que pueda dejar a la torre en una zona
peligrosa. Al Rey y a la Reina los reservo para situaciones límite en las que
el tablero no admita grises y las piezas deban ser jugadas con seguridad. Es
blanco o negro.
La sentencia está al
final del camino, del mar, o del cuadrilátero, pero el juez es siempre el
mismo, yo. Guiándome por mis interpretaciones o haciendo lugar a las
justificaciones de abogados defensores o acusadores a los que oigo en dosis
equitativas, en ocasiones me pierdo en un laberinto de robles oscuros o abetos
nevados, en otras me hundo en la superficie blanda de alguna orilla, y en la
mayoría ofrezco tablas esperando vanamente escuchar algún martillo, que
golpeando su veredicto de jaque mate indique el final de la partida.
Voy creando los fantasmas con los que habré de asustarme y
los paladines que me salvarán. Me destruyo y vuelvo a construirme. Y cada vez
que caigo, soy consciente de que caeré mil veces más y otras mil me levantaré.
Suelo sentirme entre Caín y Abel, y de a ratos me ubico entre el Cielo y el
Infierno, intencional y experimentalmente. Voy sin ir y regreso sin cesar.
Oscilo. Puedo correr a toda velocidad hacia una meta o detenerme bruscamente. Y
en esa búsqueda empecinada, advierto que he dejado un tendal de palabras sin
expresar, de pensamientos sin manifestar y de gritos que se ahogaron en la
garganta, que al fin me llevaron a transitar de nuevo -como en círculos- los
mismos bosques, los mismos mares y los mismos tableros, incontables veces.
Esta es la parte del cuento en la que entra un sabio
oriental y ofrece la solución al nudo de la trama para propiciar un buen desenlace.
No obstante, no lo hay. En un segundo en el que cabeceo de sueño, aun con la
birome en la mano sobre mi libreta de apuntes, un viejo marinero italiano testigo
de mis desvaríos, se acerca a la mesa y luego de correr a un costado la tetera
de acero (tan inoxidable como él) me explica: “cuando uno se queda a mitad
de camino y cree o siente estar tironeado desde dos extremos opuestos, no es la
fuerza que hagan de uno y otro lado la que dirá qué o quién se impone, sino el
punto al que quiera dirigirse quien se siente reclamado por una u otra opción...
…Esa tracción, que se traduce en el deseo más profundo, es
la que finalmente elegirá hacia dónde, de qué modo, o con quién. De lo
contrario se corre el riesgo de quedarse siempre en el mismo lugar. Es una
verdad de Perogrullo, pero ponerla en práctica es propio de esclarecidos. Y
como no puede verse con los ojos cerrados, para ver, hay que despertar…” dicho lo cual se esfumó detrás de una espesa nube de humo
que brotaba del medio cigarrillo que escondía en su mano derecha.