Espacio de lectura
Por Marcelo Canda.

TESTIGOS

Una taza de té, apoyada en el marco de la ventana, es espectadora accidental pero obligada de mi último parpadear antes de caer tendido sobre la cama que, sin ningún pudor, conserva el perfume de su piel.
Es una figura tan frágil como sublime, que representa de a ratos el amor más puro, y en otros, un deseo meramente físico.
La cucharita de cerámica que dejé acompañando el recipiente duerme inmóvil a su lado, sin saber que conserva entre sus átomos, el sabor de los labios que probaron una porción de cheesecake con arándanos como preámbulo de una noche distinta.
Intuyo, no obstante, que el despertar no será apacible. La ausencia se hará notar y temo encontrar algunos rastros que me hablen, justamente, de esa impermanencia. Una mancha de maquillaje en la funda de la almohada o un cabello entre las sábanas, se transformarán en signos de cuerpos que dejaron todo en una profunda exhalación y sudaron de pasión en un tiempo fugaz y febril. Y por un instante me aferraré a ellos como único consuelo. Los miraré, los tocaré, los oleré, pretendiendo que al rememorarlos me apacigüen la ansiedad.
Pero eso será mañana, cuando tampoco sabré si enloquecer desde el físico o huir hacia la montaña más alta de mi mente, y establecerme en esa lejanía para no claudicar. Por lo pronto, en mi pequeño presente sólo son reales la taza, la cucharita, la persiana apenas entreabierta y mis ojos mirando los espacios que quedaron vacíos de calor y llenos de recuerdos.
Por momentos, como en un cuento de niños, creo haberme convertido en El Pequeño Príncipe que descubría las cosas trascendentes de la vida sentado en un asteroide. Acaso porque lo necesito. Anhelo descubrirlas.
En otros, salteo las páginas y voy en busca de una Reina a la que encontrar en el sitio más elevado de una inmensa torre, suponiendo lo fácil que sería -conociendo el epílogo- llegar hasta allí, vencer al dragón y ser felices para siempre.
Pero sospecho que algo nubla mi razón y mezclo incansablemente los párrafos y los dibujos de todas las historias que conozco. El zorro y la rosa, con cabellos larguísimos y una belleza sin par. Un cazador que pasa a la carrera para salvar a una niña y su abuela, me advierte que debo encontrar un tesoro para aclarar la situación, pero cientos de piratas comandados por un gigante con un garfio en su brazo, se me adelantan guiándose con un mapa que yo no poseo. Casi pareciera ser inútil creer en las hadas o los duendes.
Sin embargo, puedo presentir que el último escalón del altísimo palacio es el final de mi desvelo. Me lanzo confiado a subir todos los peldaños para encontrar la recompensa. Y aún con los temores de enfrentar fuerzas maléficas como las que habitan cotidianamente mi pensamiento, con arrojo voy en procura de besar el anillo de su Alteza. Un pequeño cervatillo, una suricata y un elefante de grandes orejas me aseguran que habita en la alcoba del piso ochocientos ochenta y ocho, y que la joya está estratégicamente ubicada para que sólo la encuentre quien la merece.
Nadie ha sabido cuántos se embarcaron en la búsqueda ni cuántos la merecieron, pero un gato extrañamente calzado me impulsa a la osadía de subir y me promete su protección, aunque no sé si confiar en su palabra. Mientras demoro en tomar esa decisión, recibo un empujón certero de un pequeño narigón que jura no haber mentido, y me veo ascendiendo, pisando cada uno de los enormes tramos de una escalera tan caracol como me permiten ver mis ojos, aunque no distingo dónde termina.
El trayecto es algo oscuro, pero aun así deja entrever una estructura rocosa, grisácea, de bordes redondeados por los años, y sin barandas. Sólo escalones. En ese segundo lapso onírico, sueño con que llego y beso a Su Majestad, aunque soy incapaz de precisar cómo lo hice o cuánto tardé. No obstante, cuando extiendo mi cuello hacia la preciada alhaja, se esfuma la imagen fantástica. Me quedo durmiendo sin saber en qué lugar me encuentro, teniendo como único horizonte su cabello ondulado -ahora lejano- y su mano ofreciéndose, generosa, a la mía.
El despertar con el trueno de una tormenta cercana me hace saber que he vuelto a la realidad. Y allí mismo encuentro la taza de té, con el resto que ella dejó, con la misma cucharita, en el mismo lugar, inmóviles en la misma ventana. Tan inmóviles como yo, que me esfuerzo por creer que todo sigue igual, mientras compruebo que todo ha cambiado.

Yo también.